100 SOPAS, Varios Autores

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VARIOS AUTORES, 100 sopas, Anaya, Madrid, 2004, 56 páginas.

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Corresponde al director de la colección Sopa de Libros, Antonio Ventura, presentar  en el Prólogo (pp.7-9) este volumen conmemorativo que recoge trabajos de los mejores narradores e ilustradores del sello: Gustavo Martín Garzo, Agustín Fernández Paz, Vicente Muñoz Puelles...; y Noemí Villamuza, Emilio Urberuaga, Miguelanxo Prado...
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EL PRÍNCIPE QUE APRENDIÓ A LEER
                  
   Un día el Rey llamó a sus dos hijos y les dijo:
   —Mirad, en todos los reinos del mundo el heredero del rey es el primogénito, pero yo quiero que mi sucesor sea aquel de vosotros que antes pueda leer este papiro. Así que tenéis que aplicaros y aprended bien a leer, pues solo quien sepa descifrar sus signos podrá reinar.
   Por la noche, antes de dormirse, los niños recordaron las palabras de su padre. El mayor pensó: «Por mucha prisa que se de mi hermano no aprenderá a leer antes que yo, pues le llevo un año de adelanto. Así que puedo dormir tranquilo».
   El pequeño, en cambio, se dijo: «Si quiero ser rey tengo que recuperar el tiempo perdido y aprovechar para estudiar día y noche. Así que debo comenzar ahora mismo». Se levanto, desperto a sus maestros y les dijo:
   —Uno será mi maestro de día y el otro, de noche.
   —¿Y tú, cuando dormirás? preguntaron ellos.
   —Los reyes no duermen respondió el niño.
   Durante todo el año el hermano pequeño estudió con ahinco y pronto fue capaz de leer como su hermano. El día fijado les llamó el padre, les puso el papiro sobre la mesa y les dijo: «Leed».
   El mayor comenzó: «Si quieres ser un verdadero Rey...». Pero no pudo continuar, pues el resto estaba escrito en otro idioma.
   Cuando tocó el turno al pequeño hizo como que no sabía absolutamente nada y leyó balbuciendo.
   —Ninguno de los dos está aún preparado —sentenció el Rey. Y les dio otro año para aprender.
   El hermano mayor pensó: «Puedo estar tranquilo pues antes de entender el idioma extranjero, mi hermano tiene que aprender el nuestro, así que por mucho que aligere no me alcanzará».
   Aquel ano, mientras el mayor malgastaba el tiempo, el pequeño pidió a sus maestros que le enseñasen aquel idioma extrano en el que estaba escrito la segunda parte del enigma. Pero los maestros le dijeron que no podían ayudarlo, pues ignoraban en qué lengua estaba escrito aquel papiro que solo los príncipes podían leer. El niño entonces dibujó algunos de los signos que recordaba, y el maestro de día, al verlo, exclamó:
   —¡Pero si es griego, la lengua de mi madre, la que yo mismo hablé en mi infancia!
   —Entonces, enseñádmela —dijo el príncipe.
   —Con mucho gusto, majestad —aceptó el maestro.
   Mientras tanto, llegó el día en que el Rey, su padre, volvió a llamarles, los sentó ante la gran mesa de mármol y puso el papiro ante ellos.
   El mayor lo tomó y leyó otra vez los signos de su propia lengua, pero de nuevo se detuvo ante la lengua extraña.
   —Eso, padre mío, lo he dejado para el próximo año—se excusó.
    Entonces el padre llamó al pequeño. Todos lo miraban con comprensión, pero sin confianza. El pequeño tomó el papiro entre las manos, miró a todos los presentes con gran parsimonia leyó: «Si quieres ser un verdadero Rey... tienes que entender las lenguas de tus súbditos, escucharlos y comprenderlos. Solo así podrás ser justo como corresponde al Hijo del Sol.
    Por un momento permanecieron aturdidos, pensando que pretendía engañarlos, pero el Rey se acercó a él y abrazándolo, dijo:
    —Hijo mío, has leído fielmente, tú serás el rey, porque puedes comunicarte con todos los hombres de tu reino.
    Y así fue como el esfuerzo y la sabiduría hicieron que un niño fuese un rey. Y hubo muchas fiestas y todo el mundo se sintió feliz al saber que su rey podría entenderlos.
   Y cuando ocupó el trono mandó tallar una piedra negra de basalto en honor de su padre, y en recuerdo de aquel suceso memorable hizo que su mensaje fuese escrito en las tres lenguas de su reino. Y la colocó en el gran templo del Sol. Y allí permaneció durante siglos hasta que la arena del desierto y el polvo de las horas terminaron por ocultarla y hacerla olvidar para siempre... bueno... no para siempre, pues un día de 1799 un oficial frances de las tropas de Napoleón, llamado Bouchard, al excavar una fortificación, tropezó de nuevo con aquella piedra negra, en Rashid, una ciudad junto al Nilo que también llamaban Rosetta. Pero esa es otra historia que tal vez alguien quiera contarte.

                                  ELIACER CANSINO


ILUSTRACIÓN: Federico Delicado

TEJIDOS Y NOVEDADES, Cristina Grande

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CRISTINA GRANDE, Tejidos y novedades, Xordica, Zaragoza, 2011, 184 páginas.

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A los relatos de La novia parapente y Dirección noche se añaden siete cuentos inéditos. 
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NAVIDAD

   Sabina se fue de casa dando un portazo. En el piso no quedaba nadie. Su padre había muerto tres meses antes, el dos de noviembre, y en todo el invierno no había dejado de llover. El día del entierro, llovía como en los entierros de las películas, en concreto Sabina pensaba en la Condesa Descalza y en Humphrey Bogart, que no llevaba paraguas y al final de la película estaba calado hasta los huesos.
   A Sabina tampoco le importaba mojarse. En realidad, solo le importaba su dolor, tan magnífico y resplandeciente que era lo único real de aquella escena. Los siguientes cuarenta y tantos días no pudo dejar de llorar porque solo cuando lloraba se sentía a la altura de las circunstancias. Y a la larga tanto llanto resultó beneficioso, pues se le curó una conjuntivitis crónica que arrastraba desde hacia años.
   Las navidades fueron horribles, tal como se esperaban. Sus abuelos maternos se empeñaron en que Sabina las pasase con ellos en el pueblo, junto al fuego del hogar, con villancicos y turrones, pero ella mi quería que su duelo dejara de ser inabarcable y a la mínima de cambio se echaba a llorar delante de todo el mundo.
   A veces se encerraba en el cuarto de baño y se miraba al espejo mientras lloraba. Veía su cara hinchada y enrojecida y no se reconocía, como aquella vez que se comió un tripi y se asustó tanto, con la diferencia de que ahora le gustaba verse así. Le gustaba hasta el punto en que llegó a sacarse polaroids en plena llantina, y así luego, en los momentos de sosiego, las fotos volvían a provocarle las lágrimas. Pensaba que las lágrimas excavarían surcos en su cara, tal como creen recordar que le había pasado a san Pedro o a san Pablo o a san Mateo cuando habían negado a Jesús.
   El cometa Halley iba a ser visible esa Navidad. Sabina y su abuela pensaban que era un fenómeno muy importante. La abuela ya había tenido la oportunidad de verlo cuando pasó en 1909 y tenía tres años, pero Sabina no confiaba en llegar a los noventa y cuatro para tener una segunda oportunidad. Lo verían juntas después de la cena de Nochebuena. En la tele habían hablado del cometa sin parar y era de agradecer que en unas fechas tan señaladas alguien se ocupara de temas tan alejados de lo humano.
   Sabina y su abuela salieron al corral después de dar las doce por segunda vez en el reloj de la escalera. Las previsiones meteorológicas anunciaban nubes y claros esa noche, pero en plenos Monegros lo lógico era pensar más en claros que en nublos, por eso se llevaron un chasco al ver el suelo del corral convertido en una una ciénaga de barro y cagadas de gallina, y el cielo completamente negro.
   Sabina se rió con ganas cuando vio sus zapatos de tacón hundidos en la mierda aquella, mientras su abuela increpaba al cielo por no estar despejado en una tierra en la que se habían pasado la vida rogando por la lluvia. La risa le pilló tan de sorpresa que no pudo evitar mearse panty abajo, y su abuela tuvo que ayudarla a salir del barro y conducirla con cuidado hasta el interior de la cuadra, por donde se accede a la casa —dejándola allí sola, mientras iba a buscar zapatos limpios— a merced de las cucarachas que acudían por la noche al olor de las sobras que se medio comían los gatos. 
   La risa de Sabina se convirtió en una leve sonrisa que se fue aflojando hasta que sus ojos quedaron clavados en el suelo mugriento de la cuadra y en sus zapatos echados a perder. Su abuela volvió al momento y antes de de verle la cara dijo: «¿ya estás otra vez llorando, niña?».

PAPELES DE RECIENVENIDO Y CONTINUACIÓN DE LA NADA, Macedonio Fernández

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MACEDONIO FERNÁNDEZ, Papeles de Recienvenido y Continuación de la Nada, Barataria, Sevilla, 2010, 284 páginas.

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Originalmente publicado en 1944, este volumen de relatos se presenta al lector flanqueado de forma inmejorable, entre el Retrato de Ramón Gómez de la Serna y la Despedida que firma Jorge Luis Borges.

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UNA NOVELA PARA NERVIOS SÓLIDOS

   Se estaba produciendo una lluvia de día domingo, con completa equivocación porque estábamos en martes, día de semana seco por excelencia. Pero con todo esto no estaba sucediendo nada: la orden de huelga de sucesos se cumplía.
   Sin contrariar este revuelto de cosas, empujé hacia atrás con un movimiento decidido la silla que ocupaba, y luego de este ruido oficinesco y autoritario de 2º jefe burocrático que tiene temblándole veinte bostezantes sobresaltados, le retiré la percha al sombrero, y en las mangas de éste introduje ambos brazos, di cuerda al almanaque, arranqué la hojita del día al reloj y eché carbón a la heladera, aumenté hielo a la estufa, añadí al termómetro colgado todos los termómetros que tenía guardados para combatir el frío que empezaba, y como pasaba alcanzablemente un lento tranvía di el salto hacia la vereda y caí cómodamente sentado en mi buen sillón de escritorio.
   Por cierto que había mucho que pensar; los días transcurrían de un tiempo a esta parte y, sin embargo, no se aclaraba todo el misterio (todos ignorábamos que hubiera uno) en el puente proyectado. Primero: se nos hizo conocer un dibujo del puente tal y como estaban de adelantados sus trabajos antes de que nadie hubiera pensado en hacerlo existir; segundo: dibujo de cómo era el puente cuando alguien pensó en él; tercero: fotografía de transeúnte del puente; cuarto: ya está el primer tramo empezado. En suma: que el puente ya estaba concluido, sólo que había que hacerlo llegar a la otra orilla porque por una módica equivocación había sido dirigida su colocación de una orilla a la misma orilla.
   Ahora bien, ¿por qué en el meditado discurso que el Ministro le tosió al puente por hallarse medio resfriado aquél, o éste, no estoy muy seguro, se acusó de ingratitud para con el Gobierno?
   Sabido es cuánto ha sufrido la humanidad por ingratitudes de puentes. Pero en éste, ¿dónde estaba la ingratitud? En la otra orilla no puede ser, porque el puente no apuntaba hacia la otra orilla y en verdad el arduo problema del momento era torcer el río de modo que pasase por debajo del puente. Esto era lo menos que se podía molestar, y esperar, de un río que no se había tomado trabajo ninguno en el asunto puente.

TIEMPO DE VIDA, Marcos Giralt Torrente

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MARCOS GIRALT TORRENTE, Tiempo de vida, Anagrama, Barcelona, 2010, pp. 20-21.
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Me acuerdo de un día, en la casa donde vivimos hasta que tuve tres años, en que me llevó al cuarto donde pintaba y me hizo colorear unos círculos en un cuadro.
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Me acuerdo de que por las mañanas me acompañaba al autobús de la ruta escolar contándome las aventuras de un mono llamado Manolo que iba como yo al colegio.
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Me acuerdo de que mi afición era tanta que, si eran mi madre o la niñera quienes me acompañaban, les pedía a ellas que siguieran el cuento, y de que muy bien no lo hacían, o pocas veces tuvieron que sustituirlo, ya que el nombre de Manolo me hace recordarlo siempre a él.
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Me acuerdo de una tarde, y debe de ser un recuerdo bastante temprano, ya que tengo la sensación de haberlo vivido desde un corralito, en que salió un momento a comprar algo y estallé en llanto cuando su ausencia, pese a todas las palabras tranquilizadoras con las que la preparó, fue más atemorizadora de lo previsto.
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Me acuerdo de su impaciencia tratando luego de calmarme y de sus intentos, como con posterioridad haría con cada queja mía, de deslegitimar mi descontento atribuyéndolo a mi exageración y desmesura. Me acuerdo, en nuestra segunda casa, de las tardes que pasó enseñándome a montar en bicicleta, de cuando me esperaba a la salida del colegio con el primer perro que tuvimos y durante unos segundos, antes de atravesar las puertas de cristal, podía observarlo sin que me viera.
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Me acuerdo de haber buscado babosas juntos en el jardín; y, parece invención pero no lo es, de un día en que me mostró el periódico y me dijo que había muerto Picasso.
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Me acuerdo, en la siguiente casa, de una noche en la que con unos amigos suyos, imagino que fumados, hicimos equipos y jugamos a lanzar muñecos de fieltro a un trapecio recubierto de velcro.
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Me acuerdo de la primera vez que me escapé del colegio y, al regresar a casa, me impuso el único castigo de su vida.
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Me acuerdo de haber escrito, a petición suya, los nombres de mis amigos de entonces en un cuadro que estaba haciendo, y de muchísimas tardes en su estudio pintando los dos, él con un ojo puesto en mis garabatos que meticulosamente recolectaba para guardarlos en carpetas.

LA HABITACIÓN DEL POETA, Robert Walser

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ROBERT WALSER, La habitación del poeta, Siruela, Madrid, 2005, 120 páginas.

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NAVIDAD

   En un cuchitril, tendida sobre la estrecha cama, hay una mujer, vestida acaso con la misma ropa con la que anduvo hace dos días por la calle, en los ojos una venda. Es jornalera, limpiaba el matadero del pueblo, donde, trabajando en unas condiciones deplorables, unas esquirlas de hueso finas y cortantes han atravesado el ojo. Ahí yace, impotente ante él dolor y el arrepentimiento de no haber sido un poco más precavida. Le hierve la cabeza a más no poder. Pronto será Navidad. ¿Qué Navidad? La tormenta cruje alrededor de la casa —mejor dicho: la chabola—; cae un poco de nieve, migajas, aisladamente, tres, cinco copos, por contarlos, síntoma de un frío atroz constante, ya que cuando nieva intensamente hace más o menos calor.

   De las paredes de la habitación miserablemente engalanada cuelgan imágenes de santos, oleografías baratas compradas por un par de céntimos no importa dónde ni cuándo. La mujer contempla los cuadros sin preguntarse qué significan; si pudiera, todo en el mundo lo contemplaría de esta guisa. Tiene la boca desencajada de tanto llorar. Lleva dos días y dos noches así; nadie acude, nadie viene a visitarla. En la habitación hace frío y huele muy mal, la mujer no ha podido ventilarla. Si una habitación no ha sido ventilada y en ella hace frío, en poco tiempo reina el doble de frío. La mujer ha ido al médico, en la ciudad, pero éste no ha sido capaz de verle nada en el ojo. No es difícil imaginar cómo un médico del montón tratará a una mujer pobre como ésta, no con tosquedad, no precisamente con crueldad, oh, no, en absoluto, y sin embargo la trata cruel y toscamente. El esposo de esta mujer está en la cárcel. Era peón de vía. En el suelo, un niño de cinco años juega a solas, consigo mismo, en cuclillas; tiene frío, pero aún no sabe qué significan la helada, el frío y la desgracia. «¿Hay leche?», pregunta.
   A causa de no sé qué error de forma, la mujer no puede reclamar el seguro de accidentes. Se lo ha dicho el capataz del castillo del conde. ¿Acaso cabe esperar una ayuda económica por parte del dolor que le oprime el alma? ¿No? Bien, ¿podría venir una señora a la cabaña de la miseria y dejar algo sobre la cama? ¿Tampoco? Bien, así que la pobre mujer debe tener paciencia. Por enésima vez, piensa: «¡Si por lo menos estuviera sana! ¡Eso sí sería una alegría!». A menudo le dan ganas de gritarle a Dios, no porque esté enfadada con él, no, es tan sólo para cambiar de tono y maldecir. Se propone rogarle, pero entonces el dolor le arranca un grito de rabia.
   ¿Es eso la Navidad? Cuando una mota de polvo está a punto de metérsenos en el ojo, cerramos rápidamente el párpado por miedo y para proteger algo tan suave y vulnerable. La mera idea de que pudiera causarnos una herida duele, escuece y corta por sí sola, pero aquí se aúlla y hay un estropicio en el interior de la cuenca del ojo. El suplicio se ha convertido un ser autónomo y despótico; toda la habitación, toda la existencia es pasto de unas llamas rojas. Tener paciencia es aquí harto difícil. El cerebro es la sede de la paciencia. Se es paciente con la cabeza, con los pensamientos. Pero aquí arden los pensamientos, y a la mujer le da vueltas el cerebro como una rueda de fuego que crepita.
   ¡Cuánto le gustaría trabajar, dejarse la piel por dos duros! Está dispuesta a que le peguen y la humillen, a que se rían y burlen de ella, está dispuesta a trabajar hasta caer rendida. Tener que estar tumbada, vestida, metida en una cama húmeda y revuelta, la hace sentirse perezosa e inútil. ¡Ser útil! Este deseo arde con más hermosura que todas las velas navideñas del nuevo y el viejo mundo. Poder levantarse del sucio martirio para alcanzar el orden y la pulcritud. Esta idea es más embriagadora que los besos de Romeo y Julieta.
   «¿Por qué nadie viene a yerme?», exclama la mujer. Entonces llaman a la puerta y entra un hombre joven, ningún salvador, ningún Cristo, pero por lo menos una persona. Se acerca a la cama, le dice algo a la mujer. El mero lenguaje de los hombres la hace llorar a lágrima viva. El advierte el rostro oscuro y abotargado, le da una moneda. «¿De qué me sirve?» La mujer agarra las manos del joven y se las aprieta contra los ojos; entonces el hombre se va.
   ¡Generaciones que subís! El mundo es tan grande, tan transparente, tan claro: un carruaje señorial cruza la calle del pueblo a galope, los patos y las ocas se contonean junto al tanque. En la oficina de correos del pueblo alguien manda un giro. Arriba, en el castillo, se prepara la Navidad. El tren se detiene en la estación. Gente que baja, gente que sube, y el tren prosigue su viaje.

PENSAMIENTOS, Blaise Pascal

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BLAISE PASCAL, Pensamientos, Aguilar, Buenos Aires, 1977 (1959), 176 páginas.

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De esta colección de pensamientos, publicada por primera vez en París en 1669, destaca el prologuista Manuel Fuentes Benot la originalidad conseguida a través de "un desnudamiento de lo impersonal y colectivo del hombre (...) hasta hallar su íntima y profunda verdad" (p. 9).

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El poder de las moscas: ganan batallas, impiden actuar a nuestra alma, comen nuestro cuerpo.
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Contrariedades — El hombre es naturalmente crédulo, incrédulo; tímido, temerario.
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Diversión — La muerte es más fácil de soportar sin pensar en ella que el pensamiento de la muerte sin el peligro de ella.
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Corremos descuidados hacia el precipicio, después que hemos puesto delante de nosotros alguna cosa para impedirnos verlo.
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El último acto es sangriento, por bella que haya sido la comedia en todos los demás: se echa, en fin, tierra sobre la cabeza, y eso para siempre.
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Mío, tuyo. — Este perro es mío, dicen esos pobres niños; aquél es mi sitio al sol. He ahí el comienzo y la imagen de la usurpación de toda la tierra.
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El hombre no es ángel ni bestia, y la desdicha hace que el que quiere hacer el ángel hace la bestia.
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El pasar. — Es una cosa horrible sentir cómo se pasa todo lo que se posee.

CAMBIO DE PLANES, Daniel Rodríguez Moya

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 DANIEL RODRÍGUEZ MOYA, Cambio de planes, Visor, Madrid, 2008, 60 páginas.

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Bajo el título "Diminuto cielo" (pp. 22-24) se cobijan los haikus de este poemario.

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Sangre en la nieve,
ha llegado el invierno
sin previo aviso.

LA MEMORIA AMOROSA, Carlos Edmundo de Ory

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CARLOS EDMUNDO DE ORY, La memoria amorosa, Visor, Madrid, 2011, 119 páginas.

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De Evocaciones de un trágico feliz (pp. 7-19) proceden estas certeras palabras de Jesús Fernández Palacios: "A través de estas prosas híbridas —donde concurren desigualmente la poesía y el relato, el texto quintaesenciado y el discursivo, el monólogo y el diálogo, la concreción y la abstracción, lo racional y lo irracional, el lenguaje directo y el figurado, la escena real y la fantaseada y, en fin, múltiples recursos literarios en los que el escritor ha sido habitualmente diestro en sus poemas, relatos y aerolitos—, ese sujeto llamado Carlos Edmundo de Ory [...] levanta aquí su propia autobiografía".   
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MI COSMOS

   Mi cosmos no era el cosmos de Ptolomeo enseñado en el colegio ni tampoco el cosmos indescifrable del extraño Demiurgo sin cabeza. La ciencia ha inventado la espectrografía, pero el corazón del hombre ya estaba inventado millones de siglos atrás y no ha cambiado de sitio. Del espectrograma han salido las últimas teorías sobre el origen y la naturaleza del Universo, pero del corazón no ha salido más que desesperación. ¿De dónde vienes y a dónde vas? ¿Cómo has sido creado? Quizás se acerca el día en que el corazón pueda contestar a las preguntas desesperadas de la inteligencia. Cuando el corazón haya obtenido sus logros.
   La mayoría del mundo se asombra de los adelantos a pasos agigantados de la ciencia y de cómo se pueden explorar hoy las galaxias. La instalación en Saint-Michel-de-Provence, en Francia, de un telescopio electrónico hace pensar ya que los observatorios de Mont-Wilson y de Palomar tendrán que cerrar sus balcones al cielo. ¡Y de qué te sirve explorar las galaxias si no son más bonitas que las mujeres!
   Me acuerdo de un astrónomo que peroraba acerca de los prodigios de la ciencia actual. Fue interpelado por uno de sus oyentes. El orador estaba diciendo que en una alta montaña de California se había instalado un telescopio tan potente que permitía distinguir las cejas de una muchacha situada a mil kilómetros de distancia. Entonces fue interrumpido con una pregunta: “¿Quiere usted explicarme para qué sirve una muchacha, por guapa que sea, si se encuentra a mil kilómetros de nosotros?

LOS SUEÑOS DE HELENA, Eduardo Galeano

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EDUARDO GALEANO, Los sueños de Helena, Libros del Zorro Rojo, Barcelona, 2011, 64 páginas. Ilustraciones de Isidro Ferrer.

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VUELO SIN MAPA

   Ella era el avión. Tendida en la noche, volaba.
   De pronto, se dio cuenta de que había perdido el rumbo, y ni siquiera recordaba adónde debía ir.
   A los pasajeros, los pasajeros que su cuerpo contenía, no les importaba nada ese despiste. Todos estaban muy ocupados bebiendo, comiendo, fumando, charlando y bailando, porque en el avión de su cuerpo había espacio de sobra, sonaba buena música y nada estaba prohibido.
   Tampoco ella estaba preocupada. Había olvidado su destino, pero las alas, sus brazos desplegados, rozaban la luna y giraban entre las estrellas, dando vueltas por el cielo, y era muy divertido eso de andar atravesando la noche hacia ningún lugar.
   Helena despertó en la cama, en el aeropuerto.

LOS OBJETOS NOS LLAMAN, Juan José Millás

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JUAN JOSÉ MILLÁS, Los objetos nos llaman, Seix Barral, Barcelona, 2008, 248 páginas.

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EL BRAZO DERECHO DE MI PADRE

   Mi padre no se dio cuenta de que apenas me había abrazado hasta que perdió el brazo derecho en un accidente laboral por el que estuvo cuarenta días hospitalizado. Cada vez que iba a verlo, yo le miraba el brazo que no tenía como si fuera más visible que el izquierdo. Pero la ausencia, claro, carecía de volumen. Era un brazo de aire. Aquel empeño en observar lo inexistente no me facilitó ninguna conclusión, pero sí una cantidad de extrañeza que por la noche, en la cama, intentaba digerir inútilmente. Quería preguntar a mi madre qué habían hecho con el brazo amputado de papá, pero una especie de instinto me decía que se trataba de una pregunta indecorosa.
   Cuando mi padre volvió a casa, el vacío de su brazo quedó cubierto por la manga de sus camisas o de sus chaquetas, que a veces se movían como si tuvieran vida propia. Yo no podía dejar de mirarlas porque me atraían fatalmente, igual que las cortinas que se ondulan por el paso del aire sugiriendo la existencia de alguien agazapado detrás de ellas. Mi madre me dijo en un aparte que debía controlar aquella forma de mirar porque a mi padre le hacía daño. Mi padre era diestro, por lo que tuvo que aprender a hacerlo todo de nuevo con el brazo izquierdo. Asistí, turbado, a su proceso de aprendizaje. Llevarse una cucharada de sopa a la boca le suponía un esfuerzo humillante y brutal. Durante esa época decidí ser ambidextro y me pasaba los días practicando con el brazo izquierdo para no padecer las penalidades de mi padre en el caso de que sufriera una desgracia como la de él.
   Lo que mi padre llevaba peor era el recuerdo de que apenas me había abrazado mientras había podido hacerlo. No sé en qué momento ni por qué cayó en la cuenta de que tenía esta deuda conmigo, pero se convirtió en una obsesión. Cuando estábamos solos, me pedía que me acercara a él, me rodeaba el cuerpo con el brazo izquierdo y colocaba la manga derecha de la chaqueta de tal modo que pareciera que tenía un brazo dentro.
   —Me arrepiento tanto de no haberte abrazado...—me decía al oído, mientras yo intentaba librarme de él.
   Pero no podía, no me era posible liberarme porque me sujetaba fuerte, fuerte, y no con el brazo izquierdo, como cabría suponer, sino con el que le faltaba, el derecho. Por ese brazo inexistente me sentía yo atrapado. Todavía lo estoy.

MEMORIA DEL FUEGO 3: EL SIGLO DEL VIENTO, Eduardo Galeano

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EDUARDO GALEANO, Memoria del fuego 3: El siglo del viento, Siglo XXI, Madrid, 2005 (1986), 376 páginas.
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Volumen con el que se cierra, tras Los nacimientos y Las caras y las máscaras, la trilogía Memoria del fuego. El siglo del viento es el siglo XX, retratado desde la creación literaria, pero al margen de corsés genéricos: "El autor ignora a qué género pertenece esta obra: narrativa, ensayo, poesía épica, crónica, testimonio... Quizás pertenece a todos y a ninguno".
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YUPANQUI

   Tiene cara de indio que mira la montaña que lo mira, pero viene de las llanuras del sur, de la pampa sin eco, que nada esconde, el gaucho cantor de los misterios del norte argentino. Viene de a caballo, parando en cada lugar, en cada persona, al azar del camino. Por continuar el camino canta, cantando lo que anduvo, Atahualpa Yupanqui. Y por continuar la historia: porque la historia del pobre se canta o se pierde y bien lo sabe él, que es zurdo para tocar la guitarra y para pensar el mundo.

TRAMPANTOJOS, Saúl Yurkievich

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SAÚL YURKIEVICH, Trampantojos, Alfagura, Madrid, 1987, 140 páginas.

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EN UNA OSCURA CUCHILLERÍA

   En una oscura cuchillería de la calle Ayacucho, pregunté cuánto costaban unas tijeras para cortar angustia.
   —Cuatro arañas de la paja de la paja de banana— dijo el armero.
   Me parecen caras. Sigo con la angustia.

BESTIARIO, Javier Tomeo

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JAVIER TOMEO, Bestiario, Las Tres Sorores, Zaragoza, 2000, 110 páginas.

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EL PULPO
        
   Soy capaz de orientarme gracias al olfato, tengo un par de ojos muy perfeccionados y utilizo el sentido del tacto para cortejar a las hembras. Cambio de colores según mi estado de ánimo: blanco cuando estoy muy asustado, y rojo cuando me pongo de mal genio. Además, cuando me amenaza un peligro, suelto a mi alrededor una nube de tinta, del mismo modo que algunos hombres, en circunstancias parecidas, tratan de ocultarse tras las palabras más adecuadas. Yo creo, sinceramente (y no es que quiera presumir de ello) que no somos tan distintos. Lo que más me distingue de esos hombres es que yo tengo ocho brazos.

EL PÁJARO Y LA FLOR

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El pájaro y la flor. Mil quinientos años de poesía clásica japonesa, Alianza, Madrid, 2011, 152 páginas. Edición bilingüe e ilustrada de Carlos Rubio.

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Antología que recorre la poesía japonesa desde las canciones del Kojiki, del siglo VI, hasta voces como las de Santoka o Akiko Yosano, ancladas ya al s. XX. En la Introducción, Carlos Rubio, además de aportar las claves para descifrar y disfrutar estos poemas, reflexiona sobre "el apetito de Japón" en Occidente, sugiriendo que las "diametrales oposiciones" entre ambas culturas sean en realidad "inversiones de nosotros mismos, una cadena de relaciones transparentes de simetría".
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Yuagari no
Mijimai narite
Sugata mi ni
Emishi kinoo no
Naki ni shimo arazu

Después del baño
me visto ante el espejo
y me contemplo.
¿Qué queda de ayer?
Una sonrisa que flota.









Akiko Yosano

LOS CARACTERES, Jean de La Bruyère

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JEAN DE LA BRUYÈRE, Los caracteres o Las costumbres de este siglo, Edhasa, Barcelona, 2004, 192 páginas. Edición de Ramón Andrés.

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Publicados por primera vez en 1688, estos Caracteres son obra, pincela con acierto Ramón Andrés en el Prólogo a esta edición (pp. 9-26), de un La Bruyère que "se supo un espectador del theatrum mundi por el que desfilan todas las muecas y tonos de voz posibles".

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No somos dueños de amar siempre, como tampoco de no amar.
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Las cosas más deseadas nunca llegan, o si llegan por ventura, no es en el momento ni en las circunstancias en que más nos habrían complacido.
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Hay que reír antes de ser feliz, para no morir sin haber reído.
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En la vida hay ocasiones en que la verdad y la simplicidad constituyen la mejor argucia.
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Tememos una vejez que nos estamos seguros de alcanzar.
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No siempre se piensa constantemente en un mismo asunto: la obstinación y el hastío se ofrecen el relevo.
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No pensar más que en sí mismo y en el presente, fuente de errores en la política.
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Si no gustan estos Caracteres, me sorprende; si gustaren, también me sorprendería.

DIARIOS 1984-1989, Sándor Márai

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SÁNDOR MÁRAI, Diarios 1984-1989, Salamandra, Barcelona, 2008, 224 páginas.

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La traducción de Eva Cserhati y A. M. Fuentes abre la puerta a los últimos diarios que el escritor húngaro completó antes de su suicidio. A veces en formato aforístico, a veces de modo más extenso, en ellos dibuja el conmovedor retrato de un hombre al que la vejez y la pérdida de sus seres queridos le empuja a respirar el abrazo de la muerte, afrontándolo con una lúcida serenidad, sintiendo su desgarro inevitable.

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«Muere, acéptame como hijo tuyo» (Kosztolányi). Sería mejor así: «Muerte, te acepto como padre».
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Hoy en día, el escritor que intenta crear algo diferente de lo que la industria del consumo produce para alimentar a los lectores es como el cojo que anda con prótesis, pero de todas formas intenta presentarse a una carrera de cien metros.
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La mala intención de la gente parece más tranquilizadora que aterradora: es bueno saber esa verdad inconmovible de que el hombre es capaz de todo tipo de maldades. En eso no hay sorpresas.
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Ocurre en mi interior un movimiento absurdo: furia, incapacidad de perdonar. Es imposible perdonar (¿a quién?) cuando un ser querido muere.
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Dos momentos míticos de la existencia: cuando en el óvulo fecundado empieza a manifestarse la vida, esa energía terrible e inabarcable, y cuando esa misma energía deja de activar las células, entregando el testigo a esa otra fuerza terrible e inabarcable, la muerte. Ésta es la realidad, todo lo demás son ilusiones triviales, repugnantes.
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Pobre Gutenberg. Pensaba que los tipos móviles salvarían la literatura. Hoy en día las ideas se suceden infinitamente, como las gotas en una cascada.

MINIMALARIO, Pinto & Chinto

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PINTO & CHINTO, Minimalario, Kalandraka, Sevilla, 2011, 124 páginas.


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Kalandraka edita ahora en español en un único libro los 101 microrrelatos salidos de la imaginación de este feliz tándem: David Pintor y Carlos López.

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   Este era un camaleón que no sabía cambiar de color. Viendo que los demás camaleones sí podían, se ponía verde de envidia. A veces se burlaban de él, y se ponía rojo de ira. Llegó a enfermar, y se puso amarillo. Con la fiebre deliraba, y creyó ver un fantasma, y le entró pavor, y se puso blanco. El pobre camaleón estaba negro. para consolarlo, su madre le preparó una tarta enorme, y se puso morado.

FANTASÍAS DE LA REPETICIÓN, Peter Handke

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PETER HANDKE, Fantasías de la repetición, Las Tres Sorores, Zaragoza, 2000, 92 páginas.

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En el Prólogo (pp. 7-10), Eustaquio Barjau (traductor, junto con Yolanda García, de este segundo libro-diario que sucede a El peso del mundo) anota: "Con este conjunto de notas el autor puede estar abriéndonos la trastienda de su taller de ocurrencias, reflexiones y fantasías".
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"Dirigió sus grandes ojos al mundo": así es como debería ser, el escribir (o bien, el silencio)

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Lo "sagrado"... no es nada que pueda ser investigado, solamente puede ser rodeado con las palabras, narrado, puede ser narrado rodeándolo con las palabras (aprende a rodear con las palabras)
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No digas nunca: "¡Sé justo!", sino "¡Vuélvete justo!". Es siempre un proceso de convertirse en algo —un impulso—, un comportarse de manera justa; un repentino sacar fuerzas de flaqueza
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El gato subió trepando por el tronco del árbol y, por un instante, oscureció el sol
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Una mujer iba por el pasillo del tren, entre sus dedos sujetaba un biberón como si fuera un granada de mano. Fuera, un faisán corría junto a unos matorrales. En el horizonte, sobre el tejado de una casa, estaba sentado un hombre, y cogió una herramienta que alguien le había lanzado

EL VIENTO DEL SOL, Arthur C. Clarke

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ARTHUR C. CLARKE, El viento del sol, Alianza, Madrid, 1974, 238 páginas.

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REENCUENTRO

   Pueblo de la Tierra, no temáis. Venimos en son de paz... ¿Y por qué no? Nosotros somos primos vuestros; hemos estado aquí antes.
   Nos reconoceréis cuando nos veamos dentro de unas horas. Nos estamos aproximando al sistema solar casi a la velocidad de este radio-mensaje. Vuestro sol domina ya el firmamento que tenemos ante nosotros. Es el sol que nuestros antepasados y los vuestros compartieron hace diez millones de años. Nosotros somos hombres igual que vosotros; pero vosotros habéis olvidado vuestra historia, mientras que nosotros recordamos la nuestra.
   Nosotros colonizamos la Tierra durante el período de los grandes reptiles, que se estaban extinguiendo cuando llegamos, y no pudimos salvarlos. Vuestro mundo era entonces un planeta tropical, y pensamos que sería un hogar perfecto para nuestro pueblo. Nos equivocamos. Aunque éramos los dueños del espacio, sabíamos muy poco sobre el clima, la evolución, la genética...
   Durante millones de veranos —no había inviernos en aquellos tiempos lejanos—, la colonia vivió una vida floreciente. Aunque tenía que estar aislada, en un universo donde se tardaba años en ir de una estrella a otra, mantenía contacto con la civilización de origen. Tres o cuatro veces cada siglo eran visitados por naves estelares que les traían noticia de la galaxia.
Pero hace dos millones de años la Tierra comenzó a cambiar. Durante siglos y siglos había sido un paraíso tropical; luego, descendió la temperatura, y el hielo empezó a bajar de los polos. Al alterarse el clima, lo hicieron también los colonos. Ahora comprendemos que hubo una adaptación natural al final del largo verano, pero aquellos que habían hecho de la Tierra su hogar durante tantas generaciones creyeron que habían sido atacados por una enfermedad extraña y repulsiva. Una enfermedad que no mataba, que no dañaba físicamente... sino únicamente desfiguraba.
   No obstante, algunos fueron inmunes; el cambio les había perdonado a ellos y a sus hijos. Y así, en unos miles de años tan sólo, la colonia se escindió en dos grupos distintos, casi en dos especies distintas, recelosas y celosas la una de la otra.
   Con la división vino la envidia, la discordia y, finalmente, el conflicto. Al desintegrarse la colonia y empeorar gradualmente el clima, aquellos que pudieron abandonaron la Tierra. Los demás se sumieron en la barbarie.
   Podíamos haber seguido en contacto, pero hay muchísimo que hacer en un universo de cien trillones de estrellas. Hasta hace pocos años no supimos que hubiera sobrevivido ninguno de vosotros. Luego, captamos vuestras primeras señales de radio, aprendimos vuestros simples lenguajes y descubrimos que habíais dado el gran salto otra vez desde el estado salvaje. Venimos a saludaros, familia nuestra tanto tiempo perdida... y a ayudaros.
   Hemos descubierto muchas cosas en los evos transcurridos desde que abandonamos la Tierra. Si queréis que os devolvamos el eterno verano que reinaba antes de los períodos glaciares, lo podemos hacer. Sobre todo, tenemos un remedio para la desagradable, aunque inofensiva, plaga genética que afectó a tantos miembros de la colonia.
   Quizá esa enfermedad haya seguido su curso... pero si no, tenemos buenas noticias para vosotros. Pueblo de la Tierra, podéis uniros a la sociedad del universo sin vergüenza, sin embarazo.
   Si alguno de vosotros es blanco todavía, le podemos curar. 

SEÍSMOS, Javier Puche

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JAVIER PUCHE, Seísmos, Thule, Barcelona, 2011, 80 páginas.

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Siguiendo la propuesta de Ernest Heminway (Vendo zapatos de bebé, sin estrenar), Javier Puche compone esta colección de Cuentos d seis palabras magníficamente ilustrada por Riki Blanco
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Le aburre al muerto la eternidad.

LIBRO DE LOS MUERTOS, Elias Canetti

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ELIAS CANETTI, Libro de los muertos, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2010, 218 páginas.

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La maldición de tener que morir debe ser transformada en una bendición: la de poder morir cuando vivir resulta insoportable.
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Las almas de los muertos están en los otros, los que sobreviven, y allí van muriendo del todo lentamente.
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Los intentos por mantener vivo el recuerdo de los hombres, en vez de a ellos mismos, son, pese a todo, lo más grande que la humanidad ha hecho hasta ahora.
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No hay nada más específico que la muerte. Todo cuanto se dice acerca de ella acaba resultando demasiado general.
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Utilizar las pausas, que son cada vez más breves.
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Si has de sucumbir, ¿con qué palabra en los labios?
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Pulmones traidores, que deniegan la respiración.
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El peligro que corren los seres más próximos es más difícil que soportar que el propio.
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No sabes nada sobre ella: aún has estado demasiado poco tiempo muerto.
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Es terrible decirse que uno ya no será. Es como si nunca se hubiera sido algo.
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Sólo los muertos se han perdido totalmente unos a otros.

CATÁLOGO DE JUGUETES, Sandra Petrignani

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SANDRA PETRIGNANI, Catálogo de juguetes, La Compañía, Buenos Aires, 2009, 162 páginas.

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Giorgio Manganelli apunta en su posfacio Donde resiste lo que no existe: "la hora de los juguetes es tan larga como una era geológica, cuando se está dentro de ella no termina nunca (...). Después termina, tal vez muere". Este Catálogo aspira a que no se pierda lo único que puede conservarse: el recuerdo de aquella ilusión.

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CONSTRUCCIONES

Paralelepípedos, cubos, columnitas, fachadas de colores de casas nórdicas, la torre con el reloj dibujado. Las piezas eran de madera, livianas. Las combinaciones, pocas. Después llegó el Lego, la idea del ladrillo y del encastre. Pero antes se nos adiestraba en el equilibrio de una pieza sobre otra, se pensaban las ciudades todas enteras, no los edificios individuales, mucho menos el detalle de las puertas y ventanas. Ciudades en las que nadie vivía al aire libre, nadie atravesaba las calles. Ciudades invernales donde los niños jugaban en casa y se iban a la cama temprano. Los padres eran presencias domingueras y afectuosas, las madres siempre estaban jadeando, preocupadas por modistas y peluqueros, trituradas entre deberes familiares, trabajos de media jornada, instrucciones a las empleadas domésticas. Afuera estaba la niebla, y había nieve, y un río largo de nombre corto. Y en la niebla los faros inesperados de las bicicletas. Y se esperaba el verano. Y no se veía la hora de crecer.

SENDA DE SAUCES, Verónica Aranda

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VERÓNICA ARANDA, Senda de sauces, Amargord, Madrid, 2011, 130 páginas.

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Alicia Andrés Ramos, en su prólogo a estos 99 haikus, destaca el modo en que la poeta "atesora lo único que el tiempo no podrá arrebatarle: instantes".

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Hoja de trébol:
el otoño desnuda
cuatro quimeras.

LA VIDA CAPRICHOSA, Antonio Fernández Molina

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ANTONIO FERNÁNDEZ MOLINA, La vida caprichosa, Libros del Innombrable, Zaragoza, 2003, 196 páginas.

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 En el Prólogo (pp. IX-XI)  a esta Antología de cuentos y relatos, J.N. Dargelos apunta la valía de Antonio Fernández Molina: él es el único autor español vivo incluido por  Edmundo Valadés en su seminal antología El libro de la imaginación.

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LAS MIRADAS

   Me levanté con una extraña propiedad en la vista. Al objeto que miraba le sacaba una viruta. En ese hueco crecía la yerba. Al guiñar el ojo la yerba quedaba segada y despedía un olor a quemado que despertaba extraños apetitos. A algunos les daba por morderse las uñas, otros querían hacer el amor con las paredes. Pero yo no podía ir con los ojos tapados.

CUENTOS DEL LIBRO DE LA NOCHE, José María Merino

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JOSÉ MARÍA MERINO, Cuentos del libro de la noche, Alfaguara, Madrid, 2005, 176 páginas.
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Una cita de Chuan Tzú (En el libro de la noche / nuestras páginas están en blanco.) abre este volumen que contiene 85 relatos entreverados por ilustraciones, la mayoría de las cuales son obra del propio Merino.
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REENCUENTRO

   Se encontraron de nuevo en un almuerzo de homenaje al profesor querido, veinte años después de haber terminado la carrera. Él recordaba lo mucho que aquella mujer le había atraído durante los tiempos estudiantiles y ciertas miradas de ella que entonces parecían expresar idéntica actitud. Sin embargo, sus grupos de amigos eran diferentes, y hasta la política los separaba. Pero en el almuerzo, reunidos en la misma mesa, la vieja barrera se deshizo y ambos descubrieron que seguía encendido en ellos el antiguo sentimiento de mutua atracción. No necesitaban hablar. En los postres, cuando comenzaban los discursos, se marcharon juntos. Un hotelito cercano los acogió y durante toda la tarde sus cuerpos dialogaron con pasión, ya sin reservas ni disimulos. Al atardecer ella dijo que tenía que irse y él la acompañó hasta el tren que la devolvía a su ciudad, a su marido y a sus hijos, antes de regresar a su casa, con su propia familia.
   A partir de entonces los días parecieron carecer de consistencia, como si la realidad, y su vida, hubieran perdido densidad. Una tarde se acercó a la plaza en que se encontraba el pequeño hotel que había cobijado sus abrazos, y contempló la ventana de aquella habitación, donde relumbraba la luz interior. Estuvo allí mucho tiempo, hasta que despertó en él la sospecha de que su unión de aquella tarde no había terminado, que todavía los cuerpos de los dos permanecían allí dentro, enzarzados en su amorosa entrega, que sus besos no habían concluido, ni las caricias profundas en que ambos se embelesaban. Los dos seguían allí, pensó, y todo lo demás era sólo sombra, un exterior borroso y sin volumen, una escenografía apenas esbozada, y él mismo un fantasma superfluo, el jirón de un pensamiento vago.
   Sigue yendo allí cada atardecer, para contemplar aquella habitación donde se mantiene la realidad de un encuentro inacabable, la verdad de sus cuerpos abrazándose sin cesar. Esta convicción le ayuda a sobrellevar la rutina de los días que pasan.

LA CIUDAD SENTIDA, Manuel Longares

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MANUEL LONGARES, La ciudad sentida, Alfaguara, Madrid, 2007, 360 páginas.

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La ciudad sentida, premio NH al mejor libro de relatos del año, consta de cincuenta y tres relatos en torno a la ciudad de Madrid. En este volumen se incluye también el primer libro de cuentos del autor: Extravíos.
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CARTERISTAS

 A Antonio Soler

   En Madrid le robaron la bufanda a Tom, el teclado a Susi, la cantimplora a Junior, los billetes de avión a Tremp. Soy tan ordenada que guardo los detalles en mi ordenador: mientras Gloria visitaba el Guernica y Florence los servicios, los carteristas se llevaron las gafas de Gloria y la pomada de Florence. Aún fue más rápido lo de Bush y Powell: cuando terminaron de besarse, les faltaba el maletín con el látigo de Powell y las esposas de Bush. Esto sucedió en las Vistillas, donde Tony se quedó sin pitillera, Peter sin corbata y Charly sin pasaporte. A Deborah, que iba descalza en la procesión de Medinaceli, le quitaron los leotardos. En Las Ventas se apoderaron del abanico de Nancy y de la chequera de Jack. Entre dos estaciones de metro, Clinton sintió cosquillas, creyó que era pis, y salio del vagón en calzoncillos. Algo parecido a lo de Rita, que perdió el bañador mientras tomaba el sol en la piscina del hotel. Alega que estaba soñando.
   ¿Monipodio en Madrid? Me dicen que estos cacos son generosos y devuelven parte de lo que roban. Ni documentos ni dinero ni joyas. Pero entregan con un saluda la ropa íntima de mujer en un motel de la Casa de Campo. Hay que preguntar por uno que da masajes y rudimentos de cocina. A Winona le gustó que fuera partidario de la meditación trascendental y en el contacto perdió el anillo de casada. Afirma que limpiando el pescado, pero su marido tramita ya el divorcio.
   Con estos antecedentes en mi ordenador portátil, vuelo a la patria de los bandoleros románticos. Llevo grabadora, móvil y preservativos para curarme en salud. No descansaré hasta encontrar el cuartel general de los ratas, desde Navacerrada hasta el Rastro los buscaré a pecho descubierto porque coleccionan sujetadores. Con la navaja en la boca y el corazón en la liga, vengaré a mis paisanos. Mi bisabuelo Frank, que luchó con las Brigadas Internacionales y se quedó sin piernas en el Campo del Moro, se enorgullecerá de mí. Madrid, te lo aviso, quiero tener en mi disco duro a quienes dejan a los japoneses sin Polaroid.
   Decía mi madre, de confesión mormona, que lo importante no es abrir la boca, sino aprender a cerrarla. Llegué a Barajas y a nadie se le ocurrió atracarme con tanto taxi libre. Pero en la ciudad pasó de todo: en Cuchilleros me robaron la cartera de piel; en Preciados, el monedero de plástico; en Antón Martín, los pendientes de bisutería, y en Neptuno, una gorra del Atleti. Recordé lo que decía mi madre: siempre hay oportunidad de abrir la boca. Yo la tenía desencajada del pasmo, ni me había enterado de sus manejos conmigo. Decidí darme tiempo para pillarlos, y son tan galantes que no se hicieron esperar: a la puerta del Retiro me dejaron sin sortija, y en el estanque, sin reloj. Voceé en la grabadora: 'Dispongo de pruebas', y me quedé sin aliento cuando la vi desaparecer de mi mano. Enrabietada, agarré el móvil y al tercer número tecleaba al aire.
   La mormona de mi madre decía a mi padre: en boca cerrada, no metes. Avisé a la comisaría desde el teléfono del hotel, que por ser armatoste es más difícil de desplazar. Dije que sabía de memoria la cara de mis ladrones. En ese instante la comunicación se cortó y abrieron mi puerta. El mismo que me afanó el móvil me lo restituía. Un detalle de atención al turista que no era gratuito: su jefe, el ilustre Luis Candelas, quería conocerme.
   Ya dijo don Lucas Mallada que España es un presidio suelto. Soy más calculadora que una Canon, por lo que fui a la entrevista con el ordenador y los preservativos. Tardó nuestra limusina en cruzar la Castellana más que la diligencia desde Rota a Madrid. Para distraerme en los atascos de tráfico no abrí el ordenador, pero sí los preservativos. De modo que entré en el despacho de Luis Candelas como si saliera de la ducha.
   Es un entresuelo de trescientos metros cuadrados en la Puerta del Sol. Me había figurado a Luis Candelas con capa y antifaz, pero viste de tuno y canta como Armando Manzanero. Ante el jefe de los ladrones me quejé del trato dado a mis compatriotas, leí en el ordenador los nombres de las víctimas y expuse mi caso: en mi primer día de turista, ocho robos. Vencida por el llanto, saqué el móvil:
   —Mr. Candelas —murmuré—, voy a denunciarlo.
   Con urgencia me facilitó los teléfonos de todas las policías nacionales, municipales y autonómicas. No le movía la arrogancia, sino el afán de ser reconocido. Y expresaba su frustración en un bolero dedicado a las fuerzas del orden: “Mírame, mírame mucho —decía el estribillo—. Ya no sé qué hacer para que me mires”.

VIDAS IMAGINARIAS, Marcel Schwob

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MARCEL SCHWOB, Vidas imaginarias, Instituto del libro, La Habana, 1970, 132 páginas. Traducción: Hugo Acevedo.
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CRATES.CÍNICO

   Nació en Tebas, fue discípulo de Diógenes y conoció, también, a Alejandro. Ascondas, su padre, era rico y le dejó doscientos talentos. Un día en que había ido a ver una tragedia de Euripides se sintió inspirado ante la aparición de Télefo, rey de Misia, vestido con harapos de mendigo y llevando en la mano una cesta. Se puso puso de pie en mitad de la función y con fuerte voz anunció que distribuiría entre quienes los quisieran los doscientos talentos de su herencia, y que en adelante le bastaría con las vestimentas de Télefo. Los tebanos se echaron a reír y se atropellaron ante su casa; sin embargo, él reía más que ellos. Les arrojó su dinero y sus muebles por las ventanas, tomó un manto de tela y una alforja, y luego se fue.
   Llegado a Atenas, erró por las calles; apoyaba su espalda contra las murallas, entre los excrementos. Puso en práctica todo lo que aconsejaba Diógenes. El tonel le pareció superfluo: En opinión de Crates, el hombre no era un caracol ni un erizo. Desnudo permaneció entre la basura, recogiendo cortezas de pan, aceitunas podridas y espinas de pescado para llenar su alforja. Decía que su alforja era una ciudad espaciosa y opulenta la que no se hallaban parásitos ni cortesanas, y que producía para su rey bastante tomillo, ajo, higos y pan. Así, Crates llevaba a babuchas su patria y se nutría de ella.
   No se mezclaba en los asuntos públicos, ni aun para ridiculizarlos, y no afectaba insultar a los reyes. No aprobó aquella pulla de Diógenes, quien, habiendo gritado un día: «¡Hombres, acercáos!», golpeó con su bastón a los que acudieron, diciéndoles: «A hombres he llamado, no a excrementos». Crates fue tierno con los hombres. Nada lo preocupaba. Las llagas le resultaban familiares. Su gran pena, consistía en no tener el cuerpo lo bastante flexible para poder lamérselas, como hacen los perros. También deploraba la necesidad de tener que valerse de alimentos sólidos y de beber agua. Pensaba que el hombre debía bastarse a sí mismo, sin ayuda exterior alguna. Al menos, no salía en busca de agua para lavarse. Conformábase, cuando la mugre lo incomodaba, con frotarse el cuerpo contra las murallas, pues había observado que los asnos no proceden de otro modo. Rara vez hablaba de los dioses, y éstos no lo inquietaban: poco le importaba que los hubiera o no, y bien que sabía que nada podían hacerle. Por lo demás, reprochábales que adrede hubiesen hecho desventurados a los hombres al hacerles volver el rostro hacia el cielo y privarlos de la facultad que poseen la mayoría de los animales, que andan en cuatro patas. Pensaba Crates que puesto que los dioses han decidido que hay que comer para vivir, más bien debían haber vuelto el rostro de ios hombres hacia la tierra, donde crecen las raíces: nadie puede mantenerse con aire o con estrellas.
   La vida no fue generosa con él. A fuerza de exponer sus ojos al acre polvo del Ática, contrajo la legaña. Una desconocida enfermedad de la piel lo cubrió de tumores. Se rascó, y observó que de ello sacaba un doble provecho, pues usaba sus uñas, que nunca recortaba, y al mismo tiempo experimentaba un alivio. Sus largos cabellos se volvieron semejantes a los del fieltro espeso, y se los acomodó de manera de protegerse de la lluvia y el sol.
   Cuando Alejandro fue a verlo, él no le dirigió palabras punzantes, sino que lo consideró uno más entre los espectadores, sin hacer ninguna diferencia entre el rey y la multitud. Crates no tenía opinión acerca de los grandes. Le importaban tan poco como los dioses. Sólo los hombres le preocupaban, así como la manera de pasar la existencia con la mayor sencillez posible. Las censuras de Diógenes le causaban risa, no menos que sus pretensiones de reformar las costumbres. Crates se consideraba infinitamente por encirma de tan vulgares desvelos. Transformaba la máxima inscrita en el frontis del templo de Delfos, y decía: «Vive tú mismo». La idea de cualquier conocimiento le parecía absurda. Sólo estudiaba las relaciones de su cuerpo con lo que éste necesitaba, procurando reducirlas lo más posible. Diógenes mordía como los perros, pero Crates vivía como los perros.
   Tuvo un discípulo llamado Métrocles. Era un rico joven de Maronea. Su hermana Hiparquia, bella y noble, se enamoró de Crates. Hay constancias de su pasión por él y de que salió en su busca. Parece imposible, pero es cierto. Nada pudo desanimarla: ni la suciedad del cínico, ni su absoluta pobreza, ni el horror de su vida pública. Él le previno que vivía a la manera de los perros, en las calles, y que buscaba huesos en los montones de basura. Le advirtió que nada de su vida en común permanecería oculto y que habría de poseerla públicamente si así le venía en ganas, como los perros hacen con las perras. Hiparquia se avino a todo. Sus padres intentaron disuadirla: ella los amenazó con matarse. Tuvieron piedad de ella. Entonces Hiparquia abandonó el burgo de Maronea, desnuda, con los cabellos sueltos, cubierta sólo con una vieja tela, y se fue a vivir con Crates, vestida casi como él. Se dice que tuvieron un hijo, Pásicles; pero a este respecto nada seguro hay.
   Hiparquia fue, al parecer, buena con los pobres, y compasiva. Acariciaba a los enfermos; sin la menor repugnancia lamía las heridas sangrantes de aquellos que sufrían, convencida de que, eran para ella lo que las ovejas son para las ovejas, lo que los perros son para los perros. Si hacía frío, Crates e Hiparquia se acostaban muy juntos contra los pobres y procuraban darles, con sus cuerpos, un poco de calor. Les prestaban la silenciosa ayuda que los animales se prestan unos a otros. No sentían preferencia alguna por ninguno de los que se acercaban a ellos. Les bastaba con que fuesen hombres.
   Eso es todo cuanto ha llegado a nosotros con respecto a la mujer de Crates; no sabemos cuándo murió ni cómo. Su hermano Métrocles admiraba a Crates, y lo imitó. Pero no tenía tranquilidad. Su salud se veía perturbada por continuas flatulencias, que no podía contener. Desesperado, resolvió morir. Crates supo de su desgracia y quiso consolarlo. Ingirió una buena porción de alcamuces y se fue a ver a Métrocles. Le preguntó si era la vergüenza de su enfermedad lo que lo afligía a tal punto. Métrocles confesó que no podía soportar su desgracia. Entonces Crates, hinchado por los alcamuces, soltó unos cuantos vientos en presencia de su discípulo y le afirmó que la naturaleza sometía a todos los hombres al mismo mal. Enseguida le reprochó que sintiera vergüenza de los demás y le propuso su propio ejemplo. Luego soltó unos cuantos vientos más, tomó a Métrocles de la mano y se lo llevó.
   Ambos anduvieron largo tiempo juntos por las calles de Atenas, sin duda con Hiparquia. Se hablaban apenas. No sentían vergüenza de cosa alguna. Aun cuando hurgaban en los mismos montones de basura, los perros parecían respetarlos. Puede sospecharse que, de haber sido asaltados por la hambruna, se habrían acometido unos a otros a dentelladas. Pero los biógrafos no han informado nada por el estilo. Sabemos que Crates murió viejo, que terminó por quedarse en un mismo sitio, echado bajo el colgadizo de un almacén del Pireo donde los marinos resguardaban sus bultos, que dejó de vagar en busca de algo que roer, que ya no quiso siquiera extender el brazo y que un día lo hallaron consumido por el hambre.

ESPEJOS Y OTRAS ORILLAS, Pedro Pujante

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PEDRO PUJANTE, Espejos y otras orillas. El retorno del realismo mágico, Chiado, Madrid, 2011, 108 páginas.

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LA CIUDAD INFUNDADA

   Un día o quizás una noche me acosté temprano. Me dormí enseguida. Ella hizo probablemente lo mismo en su casa, en su ciudad. Soñé que me encontraba en una calle desierta. Una noche silenciosa poblaba la insólita ciudad. A pesar de ser desconocida para mí todo resultaba familiar. Los edificios, las aceras grises, el olor a humedad y hasta las gastadas marcas de un paso de cebra.
   A lo lejos se acercaba una sombra, caminando lentamente. Cuando estuvo lo suficientemente cerca la vi: era ella. Sin sobresaltos me preguntó: ¿qué estás haciendo en mi sueño? Me miraba a los ojos dulcemente.
   —¿En tu sueño? —yo estaba algo más confuso que ella, creo recordar. —¡Este sueño no es el tuyo!
   —¡El tuyo tampoco! —respondió con serenidad sin apartar su mirada, irreal. —¡Si no, no estarías tan despierto!

   Continuamos hablando durante un largo rato mientras paseábamos sobre los adoquines de esta insólita ciudad.
   Ya no nos parece tan extraña, uno se acostumbra a todo. Esto ocurrió hace ya... veinte, treinta, mil años... y aún seguimos juntos, ella, la ciudad y sus calles y yo. De forma inocente surge en nuestras conversaciones habituales el recuerdo borroso de la noche en que nos conocimos; la no menos inocente pregunta de cómo empezó todo. Nos miramos a los ojos, con la acostumbrada ternura de siempre y nos consolamos el uno al otro con la idea de que todo lo verdaderamente importante en este mundo carece de respuesta.

ALGO QUE TE CONCIERNE, Juan José MIllás

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JUAN JOSÉ MILLÁS, Algo que te concierne, El País Aguilar, Madrid, 1995, 510 páginas.

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HORÓSCOPO


  Detesto que el horóscopo lleve razón porque eso me hace vivir pendiente de él y no me gusta vivir pendiente de tonterías en las que no creo. Pero a veces acierta; el domingo pasado, por ejemplo, me dijo que controlara un poco el tabaco porque podía tener problemas con la garganta, y mientras lo leía carraspeé un par de veces: por sugestión, supongo, porque llevaba más de dos meses sin fumar. De manera que, en un ejercicio de racionalidad materialista, bajé al estanco, me compré un paquete de la marca que más daño me hace, que es también la que más me gusta, y regresé al vicio provisionalmente para reírme un poco de todas esas supercherías dominicales. Al día siguiente estaba hecho polvo, pero no sabía si atribuirlo al horóscopo o a los cigarrillos. Quizá fue una combinación de las dos cosas. Con el horóscopo me pasa lo mismo que con las encuestas, que no sé si describe la realidad o me da órdenes.

EL ASESINO TRISTE, Gonzalo Suárez

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GONZALO SUÁREZ, El asesino triste, Alfaguara, Madrid, 1994, 216 páginas.

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LA PIEL DE PLÁTANO

   Resbaló. Pisó una piel de plátano, al parecer. Y, en el vértigo de la caída, se deslizó, de sábado a sábado, sin poderse retener, cumpliendo de pasada con necesidades y obligaciones, incluso con superfluas relaciones enojosas, cordiales o afectivas, que aderezaban su ininterrumpida caída. Juegos, risas y algún llanto, recados, impresos y llamadas telefónicas, lugar para el hastío y el desencanto, fugaces alegrías, mientras caía. Y, por fin, el batacazo. No por esperado menos sorprendente. Y tuvo conciencia, de repente, de ya no ser, sin haber sido. Sólo su nombre, sobre la lápida grabado, dejó constancia para otros de que, habiendo muerto, había nacido.