CAUDAL DE AZAR, María Rosa Serdio

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MARÍA ROSA SERDIO, Caudal de azar. Haikus, BajAmar, Gijón, 2016, 70 páginas.

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El tiempo vuela.
Pasan sobre los ríos
las estaciones.

BAGATELAS, Carlos Javier Cebrián

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CARLOS JAVIER CEBRIÁN, Bagatelas, Ediciones Babilonia, Valencia, 2016, 48 páginas.

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LOS NAUFRAGIOS

   Con el paso de los años y mi vida casi cimentada creo que hasta la fecha no he sufrido ningún naufragio. O de repente creo haberlos sufrido todos. Todas las zozobras y pérdidas concebidas o inimaginables. O inesperadamente creo que los desastres son patrimonio de los otros, que no me tocan. Que me soslaya la aflicción correspondiente. 
   Pero para negarme ahí están los poemas, la obra que es legado y afirmación de todos los naufragios. Nadie más desconocido que aquel poeta que sumó su vida en la matemática inexacta de sus poemas. Todas las declaraciones de amor que te he cedido en herencia. Las tablas de salvación, los asideros recurrentes de todos los naufragios. El grito de socorro que únicamente se me ocurre.

CRÓNICAS DE LA BOHEMIA, Alejandro Sawa

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ALEJANDRO SAWA, Crónicas de la bohemia, Veintisiete letras, Madrid, 2008, 560 páginas.

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En el prolijo estudio preliminar El discurso de la bohemia (pp. VII-XLVIII) Iris M. Zavala sostiene que Sawa, como otros contemporáneos, actúa desde el convencimiento de que con su pluma está «socavando el fundamento de todas las instituciones establecidas».
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LA USURA

  Compadezcámoslo, es un animal que ejecuta sus actos en virtud de leyes superiores; es desgraciado. Miradlo ahí: su cadavérica faz le descubre: sus apagadas pupilas lo declaran: su todo lo proclama: es un ser abstracto que no pertenece a la sociedad en la que naciera, es una entidad negativa en los deberes que irremisiblemente tenemos que cumplir: goza de los fueros de ser humano porque nos presenta caracteres de tal; mas de cierto debe pertenecer a otra colectividad menos noble que la humana.
   Como el judío errante de la tradición su patria es el todo, es el lugar donde deposita sus riquezas; su vida está reconcentrada en la manera de atesorar dinero, sus únicos placeres son los de contarlo y recontarlo; su único deber el de custodiarlo; sus únicas meditaciones, las solas ideas que en el inmenso laboratorio do se funden las ideas, donde se confeccionan los juicios, consisten en procurar vivir sin necesitar para nada efectuar gasto alguno; su modo en fin de existir, puede resumir en esta frase dinero.
   ¡Miseria y siempre miseria!
   El hombre, el atleta de la creación; el rey del universo; el ser por excelencia; la más bendecida creación del gran artífice del universo; el más preciado arquetipo de la belleza; el más inspirado artista de la idea; el único de la creación a cuya suspicaz vista no se esconden los misterios que esta encierra, la más divina manifestación del poder omnipotente del Eterno; el hombre, ese ser mezcla de humano, mezcla de divino, que tan desinteresadas muestras de virtud a cada paso nos ofrece: el hombre en quien todo es bello y bueno, en el que el vicio constituye no carácter, no estigma, sino objeto excepcional de su nunca suficientemente preciada organización moral, también nos presenta como todas las cosas de la creación al lado de lo sublime, lo bajo, lo feo y lo asqueroso.
   Profano en los dulcísimos placeres de la inteligencia, la ignorancia le imprime por lo regular su denigrante carácter: ignorante de su elevadísima misión jamás se preocupa de si su modo de ser cumple o no las inmutables condiciones que Dios nos tiene señalado; aislado por completo del trato social, solo reconoce un solo compañero, el dinero; una sola aspiración, la riqueza; un solo Dios, la usura; una sola vida o modo de vivir, la vida del gusano de seda que teje el capullo que le ha de servir de sepulcro para que otros lo lucren.
   No se cuida para nada de su manutención: no encuentra goce alguno en el trato social, no emplea para nada el dinero fruto de sus constantes afanes; desconoce la bienhechora calma que en nuestro espíritu despierta los dulcísimos vínculos de la familia, y es por último el más miserable de todos los seres que llenan la escala animal.
   Lo mismo que dijimos en números anteriores respecto al ateo, podemos decir en este refiriéndonos al usurero: compadezcámoslo; no hace más que respetar las leyes que le rigen; dar satisfacción a sus instintos: obrar de acuerdo con su consigna: sus actos son ciegos, innatos, fatales y necesarios, pues al no ser así bien comprendería ese ser egoísta y estúpido que aquellos trozos de su existencia que reúne fruto de atroces vigilias y de constantes trabajos, a los cuales le rinde una adoración denigrante, para nada le ha de aprovechar y que a la finalización de su vida, si merece este nombre su fatigosa existencia, ha de pasar a manos del que ningún punto de apoyo le ha ofrecido para funcionar con la palanca de su constancia en la recolección de sus riquezas.
   Es indudablemente criminal, aunque no sea más que atendiendo cuan mal cumple los deberes que todo individuo de la gran familia humana tiene que cumplir, esos deberes encaminados al desarrollo del progreso: a añadir a la construcción de este un elemento aunque este sea tan sencillo como el de legar a la humanidad hijos que efectúan lo que a sus padres le fue vedado efectuar; mas el usurero tampoco puede ofrecer a la causa de la civilización este insignificante y natural elemento, puesto que desconoce los goces de la familia y no busca compañera; ¿para qué, en efecto, necesita compañera un ser aislado por completo de la esfera de nuestros actos, y cuya vida permanece consagrada a una sola causa, a la de amontonar riquezas?
   ¡Ah!, es un ser desgraciado: compadezcámoslo.

[El Siglo XIX, 20 de octubre de 1877]

NOVATADAS, UNA BELLEZA EN EL CAMINO Y EL ASESINO DEL ASIENTO DE ATRÁS, Jan Harold Brunvand

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JAN HAROLD BRUNVAND, Novatadas, una belleza en el camino y el asesino del asiento de atrás, Alba Editorial, Barcelona, 2009, 96 páginas.

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EL VESTIDO ENVENENADO

   Una de las historias favoritas de los círculos literarios neoyorquinos de hace unos años es sobre una hermosa joven con un vestido de satén blanco. Era una de esas anécdotas que todo el mundo jura que le ha ocurrido de verdad a su primo carnal o al vecino de al lado, y varios de los narradores se molestaron mucho cuando se les informó de que los primos de otras personas confesaban haber pasado por la misma experiencia unas semanas antes.
   En cualquier caso, la leyenda aseguraba que una damisela muy bella pero muy pobre había sido invitada a una cena formal. Era su oportunidad para entrar en un mundo completamente diferente. Pudiera ser que algún joven adinerado se enamorara de ella y la liberara de una vida de trabajo en una fábrica de cajas de cartón. El problema era que no tenía un vestido adecuado para tan importante ocasión. «¿Por qué no alquilas un vestido para esa noche?», le sugirió una amiga. Y así lo hizo. Se acercó a una casa de empeños que había cerca de su modesto pisito y, por una cantidad sorprendentemente módica, alquiló un precioso vestido de noche de satén blanco con todos los complementos a juego. Para su sorpresa, le encajaba como un guante, y llegó a la fiesta con un aspecto tan radiante que su entrada causó un pequeño revuelo. La sacaron a bailar una y otra vez y, a medida que giraba feliz por la pista de baile, tuvo la sensación de que efectivamente su suerte había cambiado para siempre.
   De repente empezó a sentirse fatigada y a tener náuseas. Trató de resistir aquel creciente malestar todo lo que pudo, pero al final no le quedó más remedio que abandonar la fiesta, y apenas tuvo fuerzas suficientes para meterse en un taxi y subir con gran esfuerzo las escaleras de su casa. Se echó sobre la cama con el corazón destrozado y fue entonces, posiblemente en su delirio, cuando oyó la voz de una mujer que le susurraba al oído.  Era una voz áspera y desagradable. «Devuélveme el vestido —decía—. ¡Devuélveme el vestido! Pertenece a los muertos...»
   A la mañana siguiente encontraron el cuerpo sin vida de la joven en su cama. Las circunstancias poco claras llevaron a que el forense pidiera la autopsia. La chica había muerto envenenada por líquido de embalsamar, que iba entrando por sus poros según su cuerpo se iba calentando con el baile. Al dueño de la casa de empeños le costó admitir la procedencia del vestido, pero lo contó todo en cuanto supo que el fiscal del distrito estaba decidido a tomar cartas en el asunto. Se lo había vendido el ayudante de un enterrador, quien se lo había quitado al cadáver de una chica inmediatamente antes de que cerraran el féretro definitivamente.

CUENTOS DE GRIMM, Jacob & Wilhelm Grimm

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HERMANOS GRIMM, Cuentos, Editorial Juventud, Barcelona, 2013 (1935), 182 páginas. Ilustraciones de Arthur Rackham.
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LA REINA DE LAS ABEJAS


   Sucedió una vez que dos Príncipes se fueron por el mundo en busca de aventuras y, habiéndoles gustado la vida libre y salvaje, no volvieron a su reino.
   El tercer hermano, a quien todos llamaban Bobalicón, salió a buscar a los otros dos. Cuando, al fin, los encontró se burlaron de él y le invitaron a seguirles en el camino que habían emprendido.
   Iban los tres anda que andarás, cuando encontraron un hormiguero.
   Los dos hermanos mayores quisieron pisarlo y deshacerlo, para ver cómo escapaban las hormiguitas acarreando sus huevos. Pero el Bobalicón no les dejó que lo hicieran, diciendo:
   —No las matéis. Dejad tranquilas a las criaturas de Dios.
   Un poco más allá encontraron un lago, en el que unos patos nadaban. Los hermanos mayores quisieron coger un par de ellos, para asarlos y comérselos.
   Pero el Bobalicón no se lo permitió, diciendo:
   —No los matéis. Dejad en paz a las criaturas de Dios.
   Andando, andando, llegaron a una colmena, en la que había tanta y tanta miel, que rebosaba por el tronco del árbol.
   Los dos Príncipes querían prender fuego al árbol y ahogar a las abejas para llevarse la miel. Pero el Bobalicón se opuso, diciendo:
   —No las queméis. Dejad en paz a los animalitos de Dios.
   Por último, andando, andando, los tres hermanos llegaron a un castillo, cuyos establos estaban llenos de caballos, pero donde no se veía alma viviente. Recorrieron todos los salones y estancias, que final, encontraron una puerta cerrada con tres cerrojos. En el centro de la puerta había una rejilla, por la que se veía lo que pasaba dentro de la habitación.
   Los hermanos miraron por la rejilla y vieron a un hombrecillo gris sentado a una mesa. Le llamaron una vez.... y otra..., pero él no pareció oírles. Por fin, cuando le llamaron por tercera vez,, se levantó, abrió la puerta y salió. No dijo una sola palabra, pero los condujo a una mesa espléndidamente servida y cuando hubieron comido y bebido a su placer, los llevó a cada uno a un dormitorio con un cómodo lecho, donde pudieron dormir.
   A la mañana siguiente, el hombrecillo gris fue en busca del hermano mayor, le hizo una seña de que le siguiera y le condujo hasta una lápida de piedra donde estaban escritas las tres pruebas que era preciso realizar para desencantar el castillo.
   He aquí la primera prueba: en el bosque, entre el musgo, se habían esparcido las mil perlas de las Princesas. Era preciso recogerlas todas, sin que faltase una sola, y si al ponerse el sol no estaban todas recogidas, el visitante se tornaría en piedra.
   El hermano mayor fue al bosque, y buscó —busca que buscará— todo el día, mas al llegar la noche solo había encontrado un centenar. Y sucedió lo que en la inscripción de la lápida decía: que se tornó de piedra.
   Al día siguiente fue el hermano mediano quien probó fortuna, pero no tuvo más suerte que el mayor; solo pudo reunir doscientas perlas y también se convirtió en piedra.
   Por último, le llegó la vez al Bobalicón; buscó y rebuscó entre el musgo, pero era difícil encontrar las perlas, y no las recogía sino muy despacio.
   Pensando en su desgracia, se sentó en una piedra y se echó a llorar.
   Entonces la Reina de las hormigas, a quien él había salvado la vida, acudió con cinco mil hormiguitas, y en un santiamén encontraron todas las perlas y las pusieron en un montón.
   La segunda prueba era encontrar la llave del cuarto de las Princesas, que se había caído al lago. Y cuando el Bobalicón llegó al lago, los patos a quienes él había salvado la vida nadaron, se sumergieron, salieron otra vez a la superficie, y de las profundidades del lago surgieron trayendo la llave en el pico.
   Pero la tercera prueba era más difícil. El Príncipe debía adivinar cuál era la más joven y la más bella de las tres Princesas que estaban dormidas.
   Las tres eran exactamente iguales, y no se las podía distinguir en nada, excepto en que cada una, antes de dormirse, había probado una golosina distinta. La mayor un terrón de azúcar, la segunda un caramelo, la tercera una cucharadita de miel.
   Entonces, la Reina de las abejas, a quien el Bobalicón había salvado la vida, acudió y probó los labios de las tres. Por fin, se detuvo en la boca de la que había comido la miel, y así el Príncipe reconoció a la más joven.
   Inmediatamente, el castillo se desencantó, y los príncipes y caballeros que estaban convertidos en piedras, volvieron a tomar forma humana. Y entre ellos estaban los dos hermanos del Bobalicón.
   El Bobalicón se casó con la más joven y la más dulce de las tres Princesas y, a la muerte de su padre, fue elegido Rey. Sus dos hermanos tomaron a las otras dos Princesas por esposas, y fueron felices también.
 

NARRATIVAS DE LA POSMODERNIDAD, Salvador Montesa

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SALVADOR MONTESA, Narrativas de la posmodernidad, Biblioteca del Congreso de Literatura Española Contemporánea, Málaga, 2009, 556 páginas.


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Subtitulado Del cuento al microrrelato contiene las Actas del XIX Congreso de Literatura Española Contemporánea celebrado en la Universidad de Málaga entre el 24 y 28 de noviembre de 2008.
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PALABRAS INTRODUCTORIAS

SALVADOR MONTESA, Presentación del Congreso   [9]
ANTONIO A. GÓMEZ YEBRA, Microrrelatos al punto   [13]

PONENCIAS

IRENE ANDRES-SUÁREZ, Formas mixtas del microrrelato   [21]
ANTONIO GARRIDO, El microcuento y la estética posmoderna   [49]
DOMINGO RÓDENAS DE MOYA, El microrrelato en la vanguardia histórica   [67]
TERESA GÓMEZ TRUEBA, Origen del microrrelato en España. Juan Ramón y su poética de lo breve   [91]
NURIA CARRILLO MARTÍN, El microrrelato en el último cuarto de siglo en España. Libros fundamentales y características temáticas y técnicas   [117]
FERNANDO VALLS, “La imaginación es un lugar en el que no llueve”. Primera aproximación a los microrrelatos de Rafael Pérez Estrada   [143]
ANTONIO A. GÓMEZ YEBRA, ¿Microrrelato o minirretrato en el último Cela? [165]


SESIÓN DE AUTORES

JUAN PEDRO APARICIO, Materia oscura y literatura cuántica   [189]
JULIA OTXOA, Algunas notas sobre mi narrativa   [207]

COMUNICACIONES

JUAN JACINTO MUÑOZ RENGEL, Difusión y recepción del microrrelato   [215]
PILAR CELMA VALERO, Nuevos espacios narrativos en los microrrelatos de Juan Pedro Aparicio   [221]
MERCEDES RODRÍGUEZ PEQUEÑO, La sugerencia universalizadora del microrrelato. En el mar de Luis Mateo Díez   [235]
CARMEN MORÁN RODRÍGUEZ, El espacio narrativo en El amigo de las mujeres de Gustavo Martín Garzo   [249]
RICARD INGLÉS YUBA, Epifanías de lo original en la glorieta: cuatro acercamientos a la minificción de José María Merino [265]
ANA SOFÍA PÉREZ-BUSTAMANTE MOURIER, Un león en la cocina. Los relatos de Julia Otxoa   [279]
DARÍO HERNÁNDEZ, El microrrelato en los años cincuenta. Una autora española: Ana María Matute   [297]
FRANCISCO ÁLAMO FELICES, Teoría de la narración breve de Andrés Neuman (estudio narratológico)   [313]
JAVIER ALONSO PRIETO, La estructura como microrrelato en Microepopeya de Alvaro Tato   [331]
MARIO MARTÍN GIJÓN, “Locuras de cada día”. Los microrrelatos de José Herrera Petere en la revista Romance   [341]
MANUEL ARANA RODRÍGUEZ, En las fronteras genéricas. Dinero de Pablo García Casado   [353]
FERNANDO ÁNGEL MORENO, Las identidades narradora y receptora del microrrelato en la obra de Santiago Eximeno   [365]
JOSÉ JIMÉNEZ RUIZ, Enunciación oral y yuxtaposición sintáctica en Crímenes ejemplares de Max Aub   [377]
JOSÉ LUIS CAMPAL FERNÁNDEZ, El mundo minero en los microrrelatos del siglo XXI   [411]
SIMONE CATTANEO, A mitad de camino entre la canción y el cuento. Pongamos que hablo de Sabina   [421]
MARÍA JESÚS OROZCO VERA, Pasión por lo breve: minicuento y microteatro en la literatura española del nuevo milenio   [431]
ROSA MARÍA NAVARRO ROMERO, El microrrelato: género literario del siglo XXI   [443]
SEBASTIÁN GÁMEZ MILLÁN, Fuentes genealógicas, intertextualidad e ironía en el microrrelato   [457]
MARÍA ROSELL, Autobiograflas mínimas: la invención del yo en una página   [471]
JOAQUÍN LAMEIRO TENREIRO, El microrrelato como forma literaria del vacío   [483]
ELENA BARROSO VILLAR, Espacio y microrrelato ficcional   [491]
BASILIO PUJANTE CASCALES, Microrrelato: la otra intertextualidad   [503]
PEDRO MILLÁN BARROSO, La fotografía documental como microrrelato visual. Procesos instantáneos   [515]
ÁNGEL ARIAS URRUTIA, ANA MARÍA CALVO & JUAN LUIS HERNÁNDEZ MIRÓN, El microrrelato como reclamo. La persuasión retórica de la imagen y la palabra   [529]


LA NAVIDAD SIGUE CONTANDO, Varios Autores

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VARIOS AUTORES, La Navidad sigue contando, Punto y Seguido, León, 2012, 132 páginas.

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En érase una vez...más (pp. 7-9) Fernando Conde presenta este ramillete de relatos navideños felizmente acompañados de las ilustraciones de Alberto Sobrino, Penélope Pez, Carlos Sáez y tantos otros. Entre los muchos narradores el lector encontrará a Óscar Esquivias, Rubén Abella, Pablo Andrés Escapa, Esperanza Ortega o Carlos Murciano. 
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MEMORIA DEL MUSGO
    
   Salíamos en grupo, alegres y revoltosos, a explorar la humedad de las rocas en las cercanías del río, escogíamos las superficies lisas, los fulgores verdes, y después, usando con sutileza navajas, espátulas de albañilería o sucedáneos de dudosa invención, procurábamos las mayores porciones intactas de musgo. Yo iba con ellos, formaba parte del grupo y del bullicio, participaba de la excitación y la alegría, del equívoco color de la inocencia, y celebraba cada año la primicia común del musgo, su vastedad y sus matices escarchados. Los demás ingredientes -el buey y la mula, el chozo y el pastor, el perro y las ovejas- permanecían inmutables en el tiempo, protegidos con paja o con serrín en cajas de madera o de cartón. Sólo el tapiz del musgo, ajeno al artificio, se renovaba siempre. Después, también, sólo el musgo se desvanecía, poco a poco se apagaba el verdor y volvíamos a la monotonía escolar. No importaba. Los alrededores pedregosos, la invitación del río y la humedad sombría eran parte y preludio de la celebración. Así era el ciclo, así el vigor del solsticio, así la claridad crucial del frío. En ocasiones también se estropeaba el papel de plata, la simulación de arroyos, gargantas o riachuelos, y entonces había que emplazarlo porque al deteriorarse se anulaban los reflejos del agua. Al contrario que el musgo, sin embargo, entonces no abundaba el papel de plata, de modo que, tal vez por el prestigio del metal precioso, pero más aún, según creo, por el misterio de su artesanía, por la incógnita de su fabricación y quizás también por tos productos de los que procedía, fue usurpando el sentido primordial del musgo, relegando el musgo a su mediocridad rústica y bucólica, y alcanzando con engaños y espejismos los privilegios de la primogenitura. Era, pues, más difícil aportar papel de plata que musgo, porque musgo había en proporciones naturales, pero papel de plata sólo en mercancías de fábrica y en caprichos de la industria, y el musgo pasó a ser secundario y el papel de plata primordial, y el musgo servidumbre y el papel de plata aristocracia, y, así como las golosas tentaciones de miel y almendras sobrepasaban en aprecio a naranjas, los higos secos, los calbotes o las pasas de también el papel de plata desplazó la hegemonía del musgo y también terminamos todos despreciando el musgo y celebrando el papel de plata. Y como sólo lo que se pierde permanece, recordamos después con añoranza aquellos días de musgo y excursión, ajenos a las heladas de diciembre en que se celebraban las matanzas y se recogían las aceitunas, los mismos días en que la atmósfera con toda transparencia los días felices del alción. Tal vez, por eso terminé ideando en la doble distancia la hipótesis del musgo. Ahora que sólo queda del musgo la memoria (pues también con el tiempo se volvió artificial, de bazar o invernadero) y que esa memoria es, por tanto, una condena, se abren paso al unísono intuición y certidumbre: que se secó el musgo y se apagó para siempre su cándido esplendor. Bajo él fermentan variantes de una melancolía que no sucumbe a las burbujas ni a los cantos ni a los dulces de almendra y miel, clara constatación de que no hemos alcanzado la bondad y de que hemos perdido el paraíso, de que el río y las rocas han enmudecido, de que todo es ya papel de plata: papel de plata y plata de papel.

Gonzalo Hidalgo Bayal


Ilustración: Verónica Navarro

EL LIBRO DE LOS VALORES PARA NIÑOS, Teresa Blanch & Anna Gasol

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TERESA BLANCH & ANNA GASOL, El libro de los valores para niños, Block, Barcelona, 2016, 144 páginas.
 
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En la Introducción (pp. 9-10) a este libro ilustrado por Valenti Gubianas las autoras confiesan que la lectura de estos relatos puede servir para que los niños superen «sus temores e inseguridades» y para «controlar sus emociones». 
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EL MAESTRO PERUANO
[Un cuento sobre la solidaridad]


Luis Enrique se inició como maestro en una aldea de los Andes peruanos. Su escuela no era muy grande y sus alumnos venían andando desde varias aldeas cercanas, a veces por caminos abruptos, otras con los pies cubiertos de barro...
Como era nuevo en la región, antes de empezar el curso visitó a todas las familias de los niños y niñas matriculados e intentó convencer a los padres de las niñas no inscritas, condenadas desde pequeñas a quedarse en casa a ayudar a sus madres, de que las dejasen asistir a clase.
—Es muy importante que su hija aprenda a leer y escribir—les decía. Y agregaba—: Así, cuando ustedes sean ancianos, les ayudará mejor.
Estaba convencido del poder de la lectura, y antes de llegar a su destino había hecho una buena provisión de libros infantiles, nuevos y atractivos, para instalar una pequeña biblioteca en un rincón del aula.
Cada vez que iba de vacaciones a su ciudad natal, buscaba más y más libros para fomentar entre sus alumnos el placer de la lectura.
Un día entraba con un libro espectacular bajo el brazo, lo dejaba encima de su mesa y no permitía que ninguno lo tocara.
—Es mi nuevo tesoro —decía—. Todavía no lo ha abierto nadie. Antes de prestarlo tengo que saber qué contiene.
Otro día, estaba tan centrado en la lectura que olvidaba empezar la clase.
—Profesor —decían los niños—, ¿no temamos mates a primera hora?
—¡Oh! Se me ha pasado el tiempo volando. Es que este cuento que trata de... —Observaba un momento los rostros expectantes s añadía—: ¿Queréis que os lo lea?
—Síiii —respondía un coro de voces.
Curso tras curso, los niños y niñas aprendieron a leer, escribir, cálculo, ciencias...
Un día, un niño le dijo:
—Han venido mis tíos y mis primos de la aldea que hay al otro lado de la montaña. En su escuela apenas hay libros. Y dicen que son viejos y están medio rotos.
Luis Enrique se interesó. Quiso ponerse en contacto con la maestra de aquella escuela, pero el sistema telefónico era muy deficiente.
Un fin de semana se decidió. Llenó una mochila de libros y se encaminó a la aldea que se encontraba más allá de la montaña. La ascensión era durísima y los libros que cargaba a la espalda pesaban como piedras.
Finalmente, llegó. Preguntó y se dirigió a la casa de la maestra. Ella se mostró encantada con el regalo y le propuso a Luis Enrique:
—Mañana, domingo, podríamos reunir a los niños en la plaza para presentarles los libros. Tú, que los has leído, podrías explicarles algún cuento.
La reunión, a la que asistieron todos los habitantes de la aldea, fue un éxito.
—¿No podrías venir de vez en cuando? —pidió la maestra.
—Claro, ya lo había pensado. Además, necesitaréis nuevas lecturas —se ofreció Luis Enrique.
Así, durante aquel curso y el siguiente, un fin de semana cada trimestre, llenaba una mochila de libros, se la cargaba a la espalda y ascendía la pendiente montañosa para llevar nuevas lecturas a la aldea,
Un día pidió prestada una llama al padre de una alumna.
—¿Para qué la quiere, profesor? —preguntó el hombre.
—Para llevar libros a la aldea. Podré cargar más de los que entran en la mochila —explicó Luis Enrique.
—Tenga cuidado, no se acerque demasiado a la llama. Escupe. Manténgala sujeta. ¿Está seguro de que sabrá dominarla?
—El hombre la dejó atada a una estaca y se alejó encogiéndose de hombros.
Luis Enrique cargó un par de cajas con libros a lomos de la llama, Las ató bien, cargó la mochila con unos pocos libros a su espalda, desató la llama, sujetó la cuerda a su brazo y empezó la ascensión a la montaña.
A medio camino, decidió hacer un alto para descansar y permitir al animal que pastara un poco. Al aflojar un momento la presión de la cuerda con que la sujetaba con intención de atarla a un árbol, la llama se soltó y empezó a correr montaña arriba.
—¡Vuelveeee! —chilló hasta desgañitarse Luis Enrique, corriendo en un desesperado intento de alcanzarla.
Cuando, finalmente, la llama desapareció, él se sentó en una roca para recuperar el resuello.
—Tendré que regresar —murmuró—. ¡Qué decepción se van a llevar al ver que no aparezco! Pero... —En su cabeza daban vueltas las ideas—. ¿Por qué no?
Recogió la mochila con los pocos libros que contenía, se la cargó a la espalda y continuó la ascensión. En la aldea lo esperaban expectantes, como siempre, y lo recibieron con grandes muestras de cariño y simpatía.
Más tarde, después de contar su experiencia con la llama a los niños y niñas, Luis Enrique se puso de acuerdo con la maestra para organizar una rueda de cuentos e historias en la plaza del pueblo.
Al día siguiente, la maestra fue la primera en explicar una historia. Luis Enrique siguió... Después se hizo el silencio. Nadie se atrevía a hablar. Finalmente, un abuelo se levantó y, apoyando las dos manos en el grueso bastón que utilizaba para caminar. contó que guardaba como un gran tesoro un libro que le habían regalado de niño, con el cual había aprendido a leer y sabía de memoria. Siempre había soñado con poseer más libros, pero nunca se había atrevido a hacer realidad este sueño. Ahora, el joven maestro había logrado llenar de libros, curiosidad por conocer e ilusión la escuela y la aldea.

DIARIO 1887-1910, Jules Renard

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JULES RENARD, Diario 1887-1910, Mondadori, Barcelona, 1998, 250 paginas.

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En la Introducción  (pp. 7-23 ) Josep Massot afirma: «Jules Renard tenía más ingenio que imaginación y más talento que capacidad narrativa». Al lector de esta selección del Diario le corresponderá comprobar que tales afirmaciones no implican un demérito.
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La exageración más tonta es la de las lágrimas. Fastidiosa como un grifo que no cierra bien.
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Los elogios se invoerten como se invierte el dinero, para que nos los devuelvan con intereses.
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No hay amigos: hay momentos de amistad.
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Sueña grandezas: eso te permitirá realizar por lo menos pequeñeces.
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Cuando un hombre ha demostrado que tiene talento, aún tiene que demostrar que sabe usarlo.
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Quisiera ser uno de esos grandes hombres que tenían poco que decir y lo dijeron en pocas palabras.
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Cuando uno habla de su felicidad debe ser discreto, y confesarla como si confesase un robo.
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Mirar un rayo de sol en una habitación oscura. Está lleno de polvo. No hay nada más sucio que un rayo de sol.

BENIGNAS INSANIAS, Ricardo Bugarín

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RICARDO BUGARÍN, Benignas insanias, Ediciones Sherezade, Santiago de Chile, 2016, 77 páginas.
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CONSECUENCIAS DE LA POBREZA
   
   Éramos tan pobres que lo único que teníamos para comer eran hostias fritas en grasa de velas. Mamá las traía el domingo y las racionaba para toda la semana. Después, en el tiempo de las brevas, mejorábamos la dieta. De ahí, dicen las tías, nos viene esta piel traslúcida y nacarada que nos da caritas de ángeles, esta esmirriada figura que parecemos muñequitos de altar, estas dulces miradas que nos dan un aire celestial. ¡La languidez tiene tantas transformaciones!

BRUJAS Y HECHIZOS, Benjamin Lacombe & Sébastien Perez

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BENJAMIN LACOMBE & SÉBASTIEN PEREZ, Brujas y hechizos, Edelvives, Zaragoza, 2009, 78 páginas.
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Publicado como apéndice de Genealogía de una bruja contiene, además de Recetas y sortilegios (p. 70), las semblanzas de Lilith, Isis, Medusa Yama Uba, Gretchen, Juana, Lisa, Malvina, Leonora, Mary y Anny, Mambo, Olga y Lisbeth.
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YAMA UBA [656-953]



Yama Uba recordará siempre la noche en que unos hombres entraron en la cabaña en la que vivía con su madre; nunca olvidará los gritos, las súplicas, las lágrimas y aquella sangre. Por la mañana, la niña, junto al cadáver de su madre, descubrió que estaba sola en el mundo. Yama Uba lloró durante días y con sus gemidos atrajo a las fieras salvajes. Se acercaron lobos hambrientos, que mostraban sus afilados colmillos, dispuestos a devorar a aquella presa fácil. Pero cuando los predadores entraron en la cabaña sólo encontraron una lobezna. Yama Uba los había engañado; sus poderes se habían revelado con la llegada de aquel peligro. Podía transformarse en lo que quisiera. Así que Yama Uba creció explotando su don para defenderse o para acercarse a las presas de las que se alimentaba.
Cuando creció, la bruja se puso el kimono rojo de su madre e hizo del bosque su propio reino. Una tarde de estío, cuando Yama Uba rezaba en el altar que había construido para su madre, vio un hombre que se parecía a aquellos que la habían separado para siempre de su madre. Un escalofrío de rabia le recorrió el cuerpo. La joven se transformó en una ninfa de embaucadora belleza y, sin decir palabra, atrajo al hombre hasta la cabaña y allí lo devoró. Desde entonces, fueron muchos los hombres que cayeron en las trampas que les tendía Yama Uba para apagar su sed de venganza. Y, cuando se adentraban en el bosque hombres más avispados, Yama Uba se transformaba en anciana para enternecerlos. Los devoraba uno tras otro pero, por muchas víctimas que hiciera, no lograba calmar su apetito.
Una mañana, mientras saboreaba a un incauto viajero, oyó unos gemidos procedentes de la carreta del hombre. Se acercó y vio un niño que tendría la misma edad que ella cuando mataron a su madre. El chiquillo la miró desde detrás de sus lágrimas. Ella se enterneció y decidió criar a aquel niño como si fuera su hijo. A partir de aquel día, Yama Uba no volvió a devorar a nadie. Se sentía en paz y sabía que a su hijo Kintaro le esperaba una vida fabulosa.
La bruja tuvo una vida plena y elevó a Kintaro al rango de héroe. Una tarde invernal, Yama Uba cerró los ojos para siempre cerca del altar de su madre, feliz de reunirse con ella.
 

QUERIDO MIEDO, Jesús Zomeño

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JESÚS ZOMEÑO, Querido miedo, Sloper, Palma, 2016, 198 páginas.

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LA MOMIA

   Cubro las heridas con vendas de papel donde he escrito el nombre de las mujeres que me han hecho daño:
   La niña rubia que a los cinco años me empujó en el columpio para que cayese al suelo, la misma que después lo negó para burlarse de mi torpeza, mientras todos se reían.
   La chiquilla que una tarde fingió tener solo tres caramelos para no darme ninguno cuando éramos cuatro los que estábamos en su casa. Desde entonces pienso que la gente cruza el estrecho en pateras que fabrican con los envoltorios vacíos de los caramelos que les niegan.
   Aquella extraña cría que, a los ocho años, me escupía en la chaqueta cuando pasaba por debajo de su balcón camino del colegio, en un extraño episodio de montescos y capuletos, donde ni ella ni yo estábamos dispuestos a morir de amor.
   A pesar de todo, tuve una infancia feliz aunque una estúpida me llamara en clase cada día: «gafitas cuatro ojos, capitán de los piojos», como si las raíces de sus trenzas fuesen dos puños que le estrujasen el cerebro. Pero la mujer que más me hizo sufrir de niño fue mi madre, por tanto como me obsesionaba la idea de que ella pudiera morirse y yo quedarme solo.
   Tampoco olvido a una que en la panadería fingió haber llegado antes que yo, cuando todos vieron que era mentira, aunque nadie evitó que la despacharan antes que a mí.
   O a la que se enfadó cuando me senté en una butaca vacía donde ella había dejado su abrigo en el cine. John Wayne acariciaba el gatillo en la pantalla, su calma me contuvo el llanto mientras mi madre me acariciaba la cabeza.
   A los nueve años me regalaron La isla del tesoro y me alegró descubrir que, a pesar de tanto pirata, la madre del protagonista era la única mujer.
   Pero duró poco mi escondite en la posada del Almirante Benbow porque una amiga maldijo mi infancia con la «mancha negra», contándome que los Reyes Magos son los padres, que no existe el Ratoncito Pérez y que son los padres quienes cambian los dientes por dinero; que son ellos, nuestros padres, quienes todo lo fastidian, a pesar de tanto esfuerzo.
   Y ya sin inocencia, llegaría aquella chica a la que yo me acerqué, porque era mi cumpleaños y me sentía capaz de todo, pero que me contestó que estaba cansada para bailar conmigo, muy cansada; aunque después la sonrisa de otro le aliviase el dolor de los pies.
   La risa de Julia, que escondía sus bragas viejas entre mis libros, para que saltasen delante de todos cuando abriera la cartera. En el fondo ella quería que yo aprendiese a apartarlas con la mano para ir abriendo camino a sus verdaderas intenciones, pero a mí no me excitaba tanta humillación.
   Entre todas: La mujer pantera, la mujer con escamas, la mujer araña... cualquiera con superpoderes, entonces cualquiera.
   La mujer, Irene Adler.
   La que dijo que estaba lloviendo cuando la invité a ir en bicicleta; la que dijo que era alérgica a las fresas cuando vimos Retorno a Brideshead; la que contestó que prefería a Neruda cuando yo le hablaba de Borges.
   La que iba metiendo el dedo en cada una de las rejillas de sus medias de red por contar en ellas cuantas veces el amor puede escaparse en una noche.
   La que hizo del milagro de su desnudo un pez entre todos los panes.
   La misma que luego hizo del amor un plato de caldo frío sobre la mesa; esa que me reprochaba, gritándome al oído, que nosotros no teníamos brazos ni cucharas.
   La mujer que escribía amor y la otra que leía amor, los dos extremos de una misma servilleta que nunca llegaba a los labios del hombre que se devoraba a sí mismo con el estómago vacío.
   La que dijo que me quería, cuando no estábamos de acuerdo en lo que significaba querer. Toda esa venda que culpaba detrás de mí y que fui cortando para que nadie me siguiera cuando quise estar solo.
   Mis dos hijas, que lloraban en su cuarto.
   La doctora que entró para decirnos que mi madre se moría, apagando las velas de todas las tartas de cumpleaños del resto de mi vida.
   La conductora que no respetó el semáforo en rojo pero que convenció al juez de que la verdad era blanda, curva y doble, una a cada lado del escote.
   La mujer que se convirtió en hombre e hizo de la amistad un pacto de amor imposible.
   La voz suave, al otro lado del auricular, que esta noche me insiste para que contrate con una nueva compañía de teléfono, mientras a mí me viene al caso hablarle de la incomunicación existencial de los personajes de Hopper, y ella me contesta que esas personas se beneficiarían también cambiando a otra compañía, la suya, con más cobertura para que nunca queden incomunicados; pero a eso yo no le digo que sí y tampoco le digo que no, porque lo que quiero es seguir hablando con ella.
   La vecina que cuando baja la basura me pregunta la hora y a la que yo le contesto siempre que son las nueve y media de la noche, como si no viera ella misma que está bajando la basura y que yo vuelvo del trabajo.
   La enfermera que no entiende el chiste del electrocardiograma que, cuando pasa el papel, dibuja corazones porque está sordo.
   La dependienta del supermercado que engaña con el peso a los ancianos y que hoy me ha mirado fijamente, como si tuviéramos una cita pendiente.
   Y la mujer-objeto: La que se convertirá en zapatillas, en peine, en un espejo pequeño y en bufanda de lana gris; la mujer-objeto que atenderá mi tos, la fatiga y el gotero, la que cubrirá conmigo los últimos pasos por el parque; la mujer desconocida, la que habré olvidado, la que vendrá con prisa; la extraña mujer que controlará el reloj y el teléfono, que me llamará «padre» y a la que yo llamaré «mamá».
   La mujer que, con suerte, encontraré sentada en un sillón a un lado de mi cama.
   La paciencia con la que espero tomarme mi muerte, mientras ella, cualquiera de mis hijas, siga jugando al lado con su teléfono móvil.

HAIKUFAUNA, Fran Nuño

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FRAN NUÑO, Haikufauna, Esdrújula, Granada, 2016, 64 páginas.

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Subtitulado Miniaturas en verso para animales de papel contiene las sugerentes ilustraciones de PerroRaro.
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Casi es volar,
con el hilo la araña
se balancea.


EL COLOR DE LA GRANADA, Carla Badillo Coronado

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CARLA BADILLO CORONADO, El color de la granada, Visor, Madrid, 2016, 118 páginas.

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En el Prólogo (pp. 7-8) Antonio Colinas elogia la capacidad de la poeta ecuatoriana de alternar en el poema «el resplandor de la imagen con la meditación, las imágenes con las escuetas reflexiones». Badillo dedica este poemario ganador del XXVIII Premio Loewe al cineasta Sergei Paradjanov, y al poeta al poeta, también armenio, Sayat Nova, sobre el que versa director su película de culto El color de la granada.
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Alguna vez me enseñaron a hilar
desde entonces mi vida
está llena de enredos.

EL HOMBRE DE LA PENUMBRA, Guillermo Samperio

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GUILLERMO SAMPERIO, El hombre de la penumbra, Alfadil, Caracas, 1991, 204 páginas.
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Además de la entrevista Diálogo con Guillermo Samperio (pp. 7-18), José Balza firma una presentación para esta primera antología publicada en Venezuela del «cuentista de la mirada, que entiende un mundo para que nosotros podamos desplazarnos dentro de él».
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TIEMPO LIBRE
Todas las mañanas compro el periódico y todas las mañanas, al leerlo, me mancho los dedos con tinta. Nunca me ha importado ensuciármelos con tal de estar al día en las noticias. Pero esta mañana sentí un gran malestar apenas toqué el periódico. Creí que solamente se trataba de uno de mis acostumbrados mareos. Pagué el importe del diario y regresé a mi casa. Mi esposa había salido de compras. Me acomodé en mi sillón favorito, encendí un cigarro y me puse a leer la primera página. Luego de enterarme de que un jet se había desplomado, volví a sentirme mal; vi mis dedos y los encontré más tiznados que de costumbre. Con un dolor de cabeza terrible, fui al baño, me lavé las manos con toda calma y, ya tranquilo, regresé al sillón. Cuando iba a tomar mi cigarro, descubrí que una mancha negra cubría mis dedos. De inmediato retorné al baño, me tallé con zacate, piedra pómez y, finalmente, me lavé con blanqueador; pero el intento fue inútil, porque la mancha creció y me invadió hasta los codos. Ahora, más preocupado que molesto, llamé al doctor y me recomendó que lo mejor era que tomara unas vacaciones, o que durmiera. Después, llamé a las oficinas del periódico para elevar mi más rotunda protesta; me contestó una voz de mujer, que solamente me insultó y me trató de loco. En el momento en que hablaba por teléfono, me di cuenta de que, en realidad, no se trataba de una mancha, sino de un número infinito de letras pequeñísimas, apeñuzcadas, como una inquieta multitud de hormigas negras. Cuando colgué, las letritas habían avanzado ya hasta mi cintura. Asustado, corrí hacia la puerta de entrada; pero, antes de poder abrirla, me flaquearon las piernas y caí estrepitosamente. Tirado bocarriba descubrí que, además de la gran cantidad de letras-hormiga que ahora ocupaban todo mi cuerpo, había una que otra fotografía. Así estuve durante varias horas hasta que escuché que abrían la puerta. Me costó trabajo hilar la idea, pero al fin pensé que había llegado mi salvación. Entró mi esposa, me levantó del suelo, me cargó bajo el brazo, se acomodó en mi sillón favorito, me hojeó despreocupadamente y se puso a leer.

AL MARGEN DE LOS DÍAS, Diego Vasallo

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DIEGO VASALLO, Al margen de los días, Harpo, Madrid, 2016, 156 páginas. 

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Contiene esta nueva entrega de Vasallo todas las facetas de su multidisciplinariedad: un cd con ocho canciones, Baladas para un autorretrato; collage y pinturas acrílicas sobre papel de algodón; y poemas de brevedad incisiva. 
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No esperar nada
del incesante vacío
de los días.
No soñar, no buscar, no pensar,
no sufrir.



NI EN TUS PEORES PESADILLAS, Ildiko Nassr

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ILDIKO NASSR, Ni en tus peores pesadillas, Macedonia, Morón, 2016, 116 páginas.

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OTRO MUNDO

   Ellos construyeron un mundo postapocalíptico. Pero lo hicieron tomando como modelo este mundo, y regresaron los males preapocalípticos.

NO ESCRIBIRÉ UN BESTIARIO, David Yeste

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DAVID YESTE, No escribiré un bestializo, Ediciones Liliputienses, Cáceres, 2016.

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PÁJAROS MOJADOS 
(hirundo rustica) 

   Saben de tu temblor, mis manos. Conocen de la tierra que se desmorona y del agua que huye. Suponen esa medida del mundo y de las distancias. Del tiempo, también, a veces. Me procuran con su estruendo la defensa de mi silencio irrenunciable, y provocan el milagro de acercar a mis labios el vaso que descansa sobre la mesa. Saben de tu temblor, mis manos: sabe siempre una lo que la otra no hace, se cuentan la otra a la una, se lo explican en ese lenguaje remoto y atávico de la caricia y de la propiedad conmutativa entre tu piel y mis manos. Descifran la cartografía móvil y portátil de las dunas, y se contagian de la vibración de las cuerdas del aire, tropezándose en todos los trastes. Saben de tu temblor, mis manos, aunque ignoren tus epicentros. Aunque a veces se plieguen bajo la tormenta como pájaros mojados. 

MÁS CUENTOS INFANTILES POLÍTICAMENTE CORRECTOS, James Finn Garner

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JAMES FINN GARNER, Más cuentos infantiles políticamente correctos, Circe, Barcelona, 2001, 134 páginas.

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En la Introducción (pp. 9-12) que precede a su segunda entrega el autor se disculpa por el éxito obtenido.
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LA CIGARRA Y LA HORMIGA

   En el mundo de los antiguos griegos, la agricultura se encontraba aún en avanzado estado de precariedad. Los ecosistemas rurales eran variopintos y saludables, y abundaban en plantas indígenas de granja y prósperas colonias de insectos que compartían su espacio con los cultivos domésticos. Como resultado, las cosechas de trigo y de uvas se hallaban repletas de una numerosa variedad de insectos vigorosos, optimistas y comedidos. De todos ellos, la más laboriosa era la hormiga. Durante todo el verano, trabajaba bajo el ardiente sol, almacenando semillas y grano como reserva “para el largo invierno.
   En el mismo campo vivía una cigarra de vida notablemente libre de preocupaciones, ya que hacía tiempo que había rechazado el codicioso concepto burgués del «éxito». Para la cigarra, la existencia ideal consistía en disfrutar de la naturaleza de un modo desestructurado y lúdicamente experimental, y con frecuencia aprovechaba su generosidad para pasar la mayor parte del día durmiendo. En otras ocasiones, cantaba alegremente en la pradera, rassss, rassss, rassss, perpetuando así la rica tradición oral de su especie.
   Tal actitud alternativa no pasó desapercibida para la hormiga mientras se afanaba bajo el calor y el polvo. Ésta, cada vez que veía a la cigarra disfrutando de la vida a su modo, sentía estrecharse con fuerza cada orificio de su exoesqueleto.
   —Fíjate en esa cigarra —mascullaba la hormiga para sus adentros—. Todo el día repantigada sobre su abdomen, cantando esas malditas canciones. ¿Cuándo piensa mostrar algún sentido de la responsabilidad? Calificarla de sanguijuela equivaldría a insultar a las laboriosas lombrices segmentadas que pueblan el país. Se limita a vigilarme y a aguardar la ocasión de asaltarme y arrebatarme todo aquello para lo que tan duramente he trabajado. Así funciona esta filiforme.
   La cigarra, por su parte, observaba igualmente a la hormiga, si bien bajo una línea de pensamiento totalmente distinta.
   —Fíjate en la hormiga —meditaba—. Trabaja sin cesar para acumular su pequeña reserva de grano. ¿Y para qué? Si tan sólo se limitara a adoptar una actitud más próxima al Zen… Quizá comprendería que para la piedra un grano de trigo es lo mismo que ciento, y que la lluvia nunca se preocupa por su caligrafía.
   Así transcurrió el verano. La hormiga, quintaesencia de una personalidad del tipo «A», trabajó frenéticamente día tras día, pero su actitud egoísta y socialmente irresponsable terminó por cobrarse su precio: se le declaró una úlcera péptica, tuvo algún que otro susto provocado por dolores de tórax y perdió la mayor parte del cabello. A mediados de septiembre, su esposa la abandonó y se llevó consigo a las pupas, pero ella apenas lo advirtió. Se hallaba hasta tal punto obsesionada con su almacén de grano que llegó al extremo de instalar en torno a su montículo un complicado sistema de seguridad dotado de cámaras de vídeo y detectores de movimiento destinados a sorprender la presencia de cualquier posible ladrón.
   Entre siesta y siesta, la cigarra observaba todo aquello con despreocupada curiosidad. Asimismo, estudiaba hatba-yoga, recorría la zona en busca del mejor café capuchino, aprendía a tocar la guitarra (en realidad, una única canción: un cuasi blues de inspiración propia limitado a tres notas) y, en general, salía por ahí cuanto podía. Intentaba mantener su estilo de vida centrado en el ocio y adaptado al paso de las estaciones. Proyectaba viajar a Australia para practicar el surf tan pronto como el tiempo se tornara menos clemente.
   Pero, aquel año, el invierno llegó con demasiada anticipación (o el verano no alcanzó su duración habitual, dependiendo de la orientación climática de cada uno), por lo que los campos no tardaron en verse yermos. La desdichada cigarra, víctima del capricho de las alteraciones meteorológicas, brincaba por el campo en busca de cualquier forma de sustento.
   Habría aceptado con gusto una migaja, una cáscara, un trozo de tofu… pero no lograba hallar nada comestible.
  La cigarra no tardó en avistar a la hormiga, que arrastraba ávidamente tras de sí un tallo de maíz. El hambre que experimentaba le hizo olvidar su orgullo y se aproximó a ella, dispuesta a rogarle que le permitiera compartir parte de su inmensa reserva. La hormiga, sin embargo, prorrumpió en gritos tan pronto como divisó a la cigarra.
   —¡Aaaahhhhhh! ¿Qué quieres? ¿Qué estás haciendo aquí? Pretendes arrebatarme mi maíz, ¿no es cierto? ¡Sé muy bien que has estado planeando robarme algún día cuanto poseo! ¡Todas las de tu género sois iguales!
La cigarra intentó interrumpirla, pero la hormiga prosiguió su diatriba:
   —¡No digas nada! ¡No intentes convencerme con tus artimañas, tus lacrimosas historias y tus vacuas promesas! ¡He trabajado duramente para conseguir lo que tengo, por más que tal actitud no esté bien vista en determinados círculos!
   Repuso cortésmente la cigarra:
   —Sin embargo, Hermana Hormiga, no cabe duda de que posees más de lo que jamás podrías consumir.
   —Eso es asunto mío —dijo la hormiga—, y aquí no vivimos en ningún estado socialista chupasangres… ¡por ahora! ¡Ponte al día, saltamontes! El único lugar en el que el éxito viene antes que el trabajo es en el diccionario.
   —Verás, yo tenía pensado marcharme a Australia, pero el tiempo, no sé, ha cambiado, y el alimento ha desaparecido…
   —Así funciona el libre mercado, colega. Que te sirva de lección.
   —Perdóname, Hermana Hormiga, pero siento que es mi obligación decirte que opino que deberías practicar más el karma. El aura que desprendes está llena de una energía negativa que nada te costaría convertir en positiva sin tan sólo…
   —Escucha, si lo que pretendes es ponerte mística conmigo, dime: ¿Sabes qué ruido produce un bicho al morirse de hambre? ¡Ja, ja!
   De pronto, el sonido de un carraspeo interrumpió la estéril discusión entre la cigarra y la hormiga. Al volverse, vieron a una corpulenta mantis cuyo tamaño sobrepasaba el de ellas dos juntas. (Aquella mantis había sido en otros tiempos religiosa, si bien había visto prohibidas sus prácticas por una orden judicial. A pesar de ello, su carácter aún conservaba un aspecto profundamente espiritual.) La cigarra y la hormiga se asustaron, no por el tamaño de la mantis —muy superior a la media—, sino por su actitud franca y pragmática. Iba vestida con un traje gris de poliéster y unos zapatos marrones con borlas, y en las patas delanteras llevaba un portafolios, una bolsa de papel de estraza con su almuerzo y una calculadora.
   —¿La hormiga, por favor? —inquirió la mantis, aunque sabía perfectamente cuál de las dos era aquella a la que estaba buscando—. Señora Hormiga, vengo a realizar una auditoría.
   Con aquellas siete palabras ominosas cambia el curso de nuestro relato. Omitiremos los detalles de la operación, el rechazo de los cargos presentados, el juicio, la apelación y el intento de la hormiga por huir en un vuelo con destino a las islas Caimán: baste decir que el codicioso insecto, tras su ingreso en el sistema correccional, vio su despensa confiscada y puesta al servicio de otros intereses comunitarios más responsables. La cigarra, entretanto, puso en práctica un programa para jóvenes insectos locales interesados en realizar intercambios culturales con países de clima más cálido. De este modo, gracias a la redistribución estatal de las rentas (y a la fortuna de la hormiga), la cigarra se dedica desde entonces a organizar excursiones de surf.

TODOS ESTABAN VIVOS, Javier Bozalongo

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JAVIER BOZALONGO, Todos estaban vivos, Esdrújula, Granada, 2016, 112 páginas.

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MIGAJAS

   Justo antes de embarcar, le preguntó: 
   —Si me rompo, ¿con qué parte de mí te quedarías? 
   —Con ninguna. Yo no quiero migajas.
   —Me hubiera gustado que eligieras el corazón, como una metáfora.
   —Déjate de metáforas. Lo quiero todo.
   Ninguno de los dos sabía entonces que no eran Julia Roberts ni Richard Gere, y que la vida no es una película, sino una sucesión de escenas que siempre acaban mal. 
   Cuando, en el aeropuerto, la policía le devolvió a ella los efectos personales que se habían podido recuperar después del accidente, abrió la bolsa con desesperación. Allí no había nada. Tan sólo las migajas de una vida.

DICHOS DE LUDER, Julio Ramón Ribeyro

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JULIO RAMÓN RIBEYRO, Dichos de Luder, Jaime Campodónico Editor, Lima, 1992.

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En la presentación a los escritos de este su alter ego o apócrifo  (pp. 5-7) Ribeyro confiera: «Este pequeño libro es una recopilación de algunos de sus dichos que anoté cuando conversamos en París o durante sus esporádicas visitas al Perú.»
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   Envidian a Luder porque una o dos veces al mes se amanece conversando con un amigo muy inteligente.
   —¡Debe ser una conversación apasionante!
   —Ni crean. Como ignoramos más de lo que sabemos, lo único que hacemos es canjear fragmentos de nuestra propia tiniebla interior.”
***
   —Se sueña sólo en primera persona y en presente del indicativo —dice Luder—. A pesar de ello el soñador rara vez se ve en sus sueños. Es que no se puede ser mirada y al mismo tiempo objeto de mirada.
***
   Le preguntan a Luder por qué no escribe novelas.
   —Porque soy un corredor de distancias cortas. Si corro maratón me expongo a llegar al estadio cuando el público se haya ido.
***
   —Soy como un jugador de tercera división —se queja Luder—. Mis mejores goles los metí en una cancha polvorienta de los suburbios, ante cuatro hinchas borrachos que no se acuerdan de nada.

***
   —¡Cómo me hubiera gustado conocer a Goethe, a Stendhal, a Hugo, a Joyce! —exclama un amigo entusiasta.
   —¡Ah, no! —protesta Luder—. No los hubieras aguantado más de cinco minutos. Casi todos los grandes escritores son unos pesados. Sólo la muerte los vuelve frecuentables.
***
   Le preguntan a Luder por qué rompió con una amiga a la que adoraba.
   —Porque no tenía ningún contacto con su pasado. Vivía constantemente proyectada en el tiempo por venir. Las personas incapaces de recordar son incapaces de amar.
***
   —Lo que diferencia a los escritores franceses de los norteamericanos —dice Luder— es que los primeros se limitan a cultivar un jardín, mientras los segundos se lanzan a roturar un bosque.
   —¿Y tú?
   —Ah, yo sólo riego una maceta.

OBABAKOAK, Bernardo Atxaga

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BERNARDO ATXAGA, Obabakoak, Alfaguara, Madrid, 2007, 384 páginas.

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PARA ESCRIBIR UN CUENTO EN CINCO MINUTOS

   Para escribir un cuento en sólo cinco minutos es necesario que consiga —además de la tradicional pluma y del papel blanco, naturalmente— un diminuto reloj de arena, el cual le dará cumplida información tanto del paso del tiempo como de la vanidad e inutilidad de las cosas de esta vida; del concreto esfuerzo, por ende, que en ese instante está usted realizando. No se le ocurra ponerse delante de una de esas monótonas y monocolores paredes modernas, de ninguna manera; que su mirada se pierda en ese paisaje abierto que se extiende más allá de su ventana, en ese cielo donde las gaviotas y otras aves de mediano peso van dibujando la geometría de su satisfacción voladora. Es también necesario, aunque en un grado menor, que escuche música, cualquier canción de texto incomprensible para usted: una canción, por ejemplo, rusa. Una vez hecho esto, gire hacia dentro, muérdase la cola, mire con su telescopio particular hacia donde sus vísceras trabajan silenciosamente, pregúntele a su cuerpo si tiene frío, si tiene sed, frío-sed o cualquier otro tipo de angustia. En caso de que la respuesta fuera afirmativa, si, por ejemplo, siente un cosquilleo general, evite cualquier forma de preocupación, pues sería muy extraño que pudiera encaminar su trabajo ya en el primer intento. Contemple el reloj de arena, aún casi vacío en su compartimiento inferior, compruebe que todavía no ha pasado ni medio minuto. No se ponga nervioso, vaya tranquilamente hasta la cocina, a pasitos cortos, arrastrando los pies si eso es lo que le apetece. Beba un poco de agua —si viene helada no desaproveche la ocasión de mojarse el cuello— y antes de volver a sentarse ante la mesa eche una meada suave (en el retrete, se entiende, porque mearse en el pasillo no es, en principio, un atributo de lo literario).
   Ahí siguen las gaviotas, ahí siguen los gorriones, y ahí sigue también —en la estantería que está a su izquierda— el grueso diccionario. Tómelo con sumo cuidado, como si tuviera electricidad, como si fuera una rubia platino. Escriba entonces —y no deje de escuchar con atención el sonido que produce la plumilla al raspar el papel— esta frase: Para escribir un cuento en sólo cinco minutos es necesario que consiga.
   Ya tiene el comienzo, que no es poco, y apenas si han transcurrido dos minutos desde que se puso a trabajar. Y no sólo tiene la primera frase; tiene también, en ese grueso diccionario que sostiene con su mano izquierda, todo lo que le hace falta. Dentro de ese libro está todo, absolutamente todo; el poder de esas palabras, créame, es infinito.
   Déjese llevar por el instinto, e imagine que usted, precisamente usted, es el Golem, un hombre o mujer hecho de letras, o mejor dicho, construido por signos. Que esas letras que le componen salgan al encuentro -como los cartuchos de dinamita que explotan por simpatía- de sus hermanas, esas hermanas dormilonas que descansan en el diccionario.
   Ha pasado ya algún tiempo, pero una ojeada al reloj le demuestra que ni siquiera ha transcurrido aún la mitad del que tiene a su disposición.
   Y de pronto, como si fuera una estrella errante, la primera hermana se despierta y viene donde usted, entra dentro de su cabeza y se tumba, humildemente, en su cerebro. Debe transcribir inmediatamente esa palabra, y transcribirla en mayúsculas, pues ha crecido durante el viaje. Es una palabra corta, ágil y veloz; es la palabra RED.
   Y es esa palabra la que pone en guardia a todas las demás, y un rumor, como el que se escucharía al abrir las puertas de una clase de dibujo, se apodera de toda la habitación. Al poco rato, otra palabra surge en su mano derecha; ay, amigo, se ha convertido usted en un prestidigitador involuntario. La segunda palabra desciende de la pluma deslizándose a dos manos para luego saltar a la plumilla y hacerse con la tinta un garabato. Este garabato dice: MANOS.
   Como si abriera un sobre sorpresa; tira de la punta de ese hilo (perdóneme el tuteo, al fin y al cabo somos compañeros de viaje), tira de la punta de ese hilo, decía, como si abrieras un sobre sorpresa. Saluda a ese nuevo paisaje, a esa nueva frase que viene empaquetada en un paréntesis: (Sí, me cubrí el rostro con esta tupida red el día en que se me quemaron las manos).
   Ahora mismo se han cumplido los tres minutos. Pero he aquí que no has hecho sino escribir lo anterior cuando ya te vienen muchas oraciones más, muchísimas más, como mariposas nocturnas atraídas por una lámpara de gas. Tienes que elegir, es doloroso, pero tienes que elegir. Así pues, piénsalo bien y abre el nuevo paréntesis: (La gente sentía piedad por mí. Sentía piedad, sobre todo, porque pensaba que también mi cara había resultado quemada; y yo estaba segura de que el secreto me hacía superior a todos ellos, de que así burlaba su morbosidad).
   Todavía te quedan dos minutos. Ya no necesitas el diccionario, no te entretengas con él. Atiende sólo a tu fisión, a tu contagiosa enfermedad verbal que crece y crece sin parar. Por favor, no te demores en transcribir la tercera oración: (Saben que yo era una mujer hermosa y que doce hombres me enviaban flores cada día).
   Transcribe también la cuarta, que viene pisando los talones a la anterior, y que dice: (Uno de esos hombres se quemó la cara pensando que así ambos estaríamos en las mismas condiciones, en idéntica y dolorosa situación. Me escribió una carta diciéndome, ahora somos iguales, toma mi actitud como una prueba de amor).
   Y el último minuto comienza a vaciarse cuando tú vas ya por la penúltima frase: (Lloré amargamente durante muchas noches. Lloré por mi orgullo y por la humildad de mi amante; pensé que, en justa correspondencia yo debía hacer lo mismo que él: quemarme la cara).
   Tienes que escribir la última nota en menos de cuarenta segundos, el tiempo se acaba: (Si dejé de hacerlo no fue por el sufrimiento físico ni por ningún otro temor, sino porque comprendí que una relación amorosa que empezara con esa fuerza habría de tener, necesariamente, una continuación mucho más prosaica. Por otro lado, no podía permitir que él conociera mi secreto, hubiera sido demasiado cruel. Por eso he ido esta noche a su casa. También él se cubría con un velo. Le he ofrecido mis pechos y nos hemos amado en silencio; era feliz cuando le clavé este cuchillo en el corazón. Y ahora solo me queda llorar por mi mala suerte).
   Y cierra el paréntesis —dando así por terminado el cuento— en el mismo instante en que el último grano de arena cae en el reloj.

CUENTOS MALVADOS, Espido Freire

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ESPIDO FREIRE, Cuentos malvados, Páginas de Espuma, Madrid, 2010, 144 páginas.

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Cada una de las siete secciones del libro cuenta con la tarjeta de presentación de un gran microrrelatista: Eduardo Berti presenta El agua; Clara Obligado, Ángeles; Fernando Iwasaki, Las voces; Ana María Shua, Arañas y mariposas; José María Merino, El espejo; Andrés Neuman, Los cuentos; e Hipólito G. Navarro, Dentro del laberinto.
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Sonaron las trompetas y despertaron de la muerte a innumerables almas, que regresaron a sus cuerpos rotos y heridos y a la vida, mientras rezongaban y protestaban, porque aquellos simulacros nunca conducían a nada.

EL CRUJIDO DE LA SEDA, Lilian Elphick

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LILIAN ELPHICK, El crujido de la seda. Antología de microrrelatosMenoscuarto, Palencia, 2016, 88 páginas.
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Gemma Pellicer es la responsable de una edición que acerca al lector español la microficción de Lilian Elphick, a través de la selección de textos publicados por la autora chilena entre 2007 y 2013.

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EL CRUJIDO DE LA SEDA I

   —Entonces, ¿qué arma prefiere?
   —Navaja.

   —¿Dónde?

   —Aquí.
   —Ahí sale más caro.
   —No importa. ¿El cheque se lo hago cruzado o abierto?
   El hombre rió.
   —Sólo efectivo. Mire, allí hay un dispensador de dinero. La espero. No tengo apuro.
   La mujer puso el fajo de billetes en el bolsillo de la chaqueta del hombre. Él la llevó a un callejón sin salida para proceder con el encargo. Ella se sacó el pañuelo de la cabeza. Estaba totalmente calva. El hombre sintió lástima y fue rápido. Recogió el pañuelo haciéndolo crujir; luego, lo puso en la cara de la mujer y caminó hasta el terminal de buses. Antes, le regaló sus guantes a un pordiosero.