EL LOCO DE LAS ROSAS, Mohamed Chukri

0



MOHAMED CHUKRI, El loco de las rosas, Cabaret Voltaire, Barcelona, 2015, 192 páginas.

*********

LA RED                                                                                                                                 

Al niño Shakib Buzid


   Recorre la playa hasta llegar a las barcas de varadas en la orilla. Hace cuatro o cinco veces el mismo trayecto. Cada vez, alejándose un poco mas del agua. Rebusca en la arena, invadiendo la zona de los veraneantes.
   Encuentra un anillo de plástico, pero es demasiado grande para sus delgaduchos dedos. Lo guarda en el bolsillo con la esperanza de poder venderlo luego en la ciudad. No era la primera vez que encontraba cosas de plástico, a las que daba salida entre sus amigos del barrio pobre.
   Recoge ahora un chupete, lo lava en el mar y se lo mete en la boca. Le divertía chuparlo.
   Su madre va todos los días al Zoco Grande a buscar trabajo. Espera de pie junto a otras mujeres.
  Puede pasar allí horas enteras antes de que alguien aparezca y la elija para trabajar la jornada limpiando. Si su madre ha tenido suerte ese día, cuando él llegue a casa, le dará pan con aceite y azúcar.
   ¡Una chancla medio enterrada en la arena! De la sorpresa, su corazón se acelera y sus ojos se abren de par en par. Guarda el chupete en el bolsillo de su pantalón remendado. Desentierra la chancla y le sacude la arena. Es blanca. Esta como nueva. Se pone a excavar en el mismo sitio, alternando los pies descalzos con las manos, tratando de completar el par. Hace un agujero profundo. El sol empieza a aturdirlo. Su cara, demacrada y pálida, esta sudorosa. De tanto patear la arena, sus extremidades flaquean y los dedos de los pies le duelen.
   Camina hacia la orilla. Se lava la cara, las manos y los pies. Una botella de plástico flota en el agua, entregada a la voluntad de las olas. La coge. Esta vacía. La abre, mea dentro y la vuelve a cerrar. Retrocede unos pasos, respira profundamente y la lanza lejos con todas sus fuerzas. La botella se hunde. Flota. Él se aleja de la orilla, el mal humor y el cansancio parecen haberse mitigado.
   Recorre de nuevo la playa. A lo lejos, algunas personas se bañan, otras están tumbadas en la arena. Es el final del verano. Los últimos turistas son esos extranjeros enamorados del mar.
   Objetos rotos e insignificantes que no sirven para vender. Coge la pequeña chancla y la mete en un cubo de plástico rajado y sin asa. Ahora camina sin rumbo. Su empeño por encontrar la otra chancla ha agotado sus fuerzas. Está exhausto. No ha desayunado. Finalmente, renuncia a seguir buscando objetos. «Hoy en día, la gente no pierde nada. No olvida nada —le decía su madre—. Solo pierden lo que ya carece de valor. La realidad es que tan solo encuentras lo que los demás han tirado.»
   Basura que no se vende. Basura que no se come. Basura que no se guarda. Pero él no encontraba nada mejor que hacer en verano que ir por la mañana a la playa e incluso, a veces, también algunas tardes.
   Solía decir a su madre: «Cuando sea mayor, seré pescador como mi padre». Su padre murió joven. Se ahogó con otros dos pescadores cuando su barca naufragó.
   Un pequeño pez de plástico. Lo recoge, lo examina detenidamente y lo echa al cubo. Esta mañana, el hambre le hacía perder el interés que sentía par esas cosas insignificantes que tanto le entretenían.
   Unos pescadores sacan una red enorme del agua. Las cuerdas de las que tiran con firmeza se tensan. Los hombres inclinan su cuerpo hacia atrás para hacer de contrapeso. Están a punto de rozar el suelo. En su vaivén de tensar y tirar, parecían árboles sufriendo el azote de un poderoso viento. El los mira con admiración. Desea unirse a ellos y agarrar con fuerza una de esas cuerdas que salpican al tensarse sobre la superficie del agua. La escena le distrae de su búsqueda en la arena. Algunos peces saltan fuera de la red y reemprenden el camino hacia el mar.
   Rápidamente, tira el cubo y les echa una mano recogiendo los peces que se escapan de la red. Nadie le dice nada. Aquellos hombres hablan poco. Solo abren la boca para recriminarse entre ellos la forma de agarrar o tirar de la red.
   También los ayuda en la clasificación según los diferentes tipos de pescado. Se maneja con habilidad.
   El gran montón de peces va disgregándose a su alrededor en pequeños montoncitos. Los peces se agitan en sus manos. Luchan por liberarse. Este trabajo le entusiasma.
   El color de un pequeño salmonete capta su atención. Lo aparta. El pez brinca, recalcándose en la arena.
   Uno de los pescadores le regala un puñado de los peces más pequeños. Él recoge el salmonete que tanto le gusta y lo pone con los demás. Pero el pececillo esta agonizando. Lo lleva a la orilla y lo posa con delicadeza en el agua. El salmonete se hunde y flota como un tapón de corcho. Lo abandona ahí, zarandeado por las pequeñas olas, y regresa con sus peces.
   Esta triste por aquel pececillo. Cava un agujero y entierra la chancla. Mete los peces y el pez de plástico en el cubo, y se marcha de la playa.
   Ya no rebusca más en la arena que le quema los pies. Ya no le seducen todos esos objetos. Sólo observa los peces en el cubo, que estrecha contra su pecho. Algunos no se acaban de morir.
   Cerca de una piscina, ve a una gata dormitando. Le tira el pez de plástico. Unas descargas eléctricas recorren el cuerpo del animal que se abalanza sobre el pez-juguete. Lo olisquea. Lo lame. Le da vueltas con sus garras. Dirige una mirada de desconfianza al niño y otra de estupefacción al pez de plástico. Ahora, el le lanza otro pez, pero... esta vez, uno de verdad. La gata lo atrapa y huye corriendo a refugiarse a la sombra de la galería de la piscina. El niño abandona el pez de plástico y se marcha.
Tánger, 1977

0 comentarios en "EL LOCO DE LAS ROSAS, Mohamed Chukri"